Se alzó de un salto como avergonzada y avanzó un poco hacia él. Sus pupilas ardían. Su carne aleteaba. El hombre era el doctor Alfredo Grott, que venía, a cumplir su visita médica en la alta noche...
Reponiéndose, comenzó a decir:
-¡Oh, doctor, usted perdone. Estaba tan distraída... No lo había sentido.
-Así lo comprendí; no quise
atreverme a perturbarla. No hay para que entristecerse, señora. La cosa no tiene la gravedad que usted se imagina.- Y Alfredo Grott, el joven médico, al mismo tiempo que estrechaba la mano de Alba, después de haberse despojado la suya del guante, decíale estas frases, que siendo de consuelo, también lo eran de disculpa por su entrada silenciosa al saloncito.