Llevándose las manos a la nuca,
bostezó, y como al influjo de repentino recuerdo, levantóse y
limpiando con el dorso de las manos marfilinas, la humedad que el bostezo
había hecho en sus pupilas. Perezosamente llegóse hasta el
balcón, abriendo uno de los postigos.
Todo el día había llovido y llovía aún. Los vidrios estaban empañados por el agua que chorreaba por sobre ellos, en gotas pausadas y tristes, como un llanto... Escrutó la calle. Estaba solitaria. El asfalto brillaba como un espejo de sombras, en cuyo lustre proyectaba la luz del foco de la esquina, de una manera temblorosa, la sombra larga de los postes y las casas.
Su nariz, habíase rosado negligentemente contra el cristal.
Corpulenta y suntuosa, frente a sus miradas, erguíase la silueta de un gran edificio. El agua chorreaba, formando largas manchas al correr sobre el blancor de la muralla. Contra la esquina, empapado por la lluvia, surgía un gran cartel: