Se alzó de un salto. Había
llegado hasta ella un prolongado quejido procedente de la alcoba. Traspuso de puntillas la puerta, y así avanzó hasta rozar, con la seda de su bata, el ancho respaldar del lecho del enfermo. Alargó con cautela el busto provocante para mirarle la cara. Dormía sin moverse. Los reflejos de la luz iluminaron el edredón, sin llegar sus tonalidades apacibles, hasta el semblante demacrado.
Respiraba con tranquilidad y tenía los labios entreabiertos. Labios teñidos por una lividez...
Lo contempló durante un minuto;
ansiosa; y como viese que no se moviera, que no se quejara, poco a poco fue retrocediendo atenta la mirada y de medio lado, hasta llegar a la puerta en cuyas cortinas detúvose para mirarlo por un instante más. Al hundirse de nuevo en el sillón exhaló un ¡Dios mío! dolorido y casi imperceptible; pasóse la mano por la frente, y como recapacitando sus recuerdos rotos de repente, comenzó a vagar de nuevo en ellos...