Eran pasadas las once.
Deslizándose a semejanza de una
sombra, llegó hasta las cortinas del balcón y aseguróse de que estaban bien corridas. Después, llevó una mano a sus cabellos, y alargando el cuello albo, hacia la izquierda, se miró en la luna del ropero repujado de grifos y de flores.
La doméstica había salido silenciosa.
Ella, miró una vez más el cuerpo del marido, y lenta, atravesó la espesa alfombra azul, con lirios rojos, majestuosa y bella como una Juno triste de rubia cabellera...
Al llegar a la puerta, la nieve de su mano oprimió el verdor del cortinaje y aun tuvo una mirada para el lecho. Fue una mirada compasiva, interrogante; enorme como un mar inabarcable.