Prisionera entre las ridículas
doctrinas del pudor social, era cierto que aquel día había tenido que decirle "que no podía responderle nada, que no daba crédito a sus palabras, que El debía haber dejado algo... por allá", y otras ridiculeces hijas de las costumbres carcomidas y de ese falso pudor que guillotina las costumbres naturales. ¡Ah! ¡pero sus deseos! Sus deseos hubieran sido tenderle en el mismo instante sus manos, sentirse ceñida por El; besarlo rabiosamente y decirle en frases ahogadas por la emoción, que Sí. Que era toda suya. Que la pidiera. Que lo deseaba. Que lo adoraba...
Y, sin embargo, los amores habían
durado todo un año. Un año que para los dos fue interminable, porque sus bocas, que se confundían en besos clandestinos algunas veces, allá cuando nadie los veía, cuando quedaban un momento solos en el gran salón de la casa solariega; cuando Ella iba a dejarlo hasta el descanso de la escalera. Esos besos anhelaban los dos corresponderlos ante todos, autorizados por la sociedad, la ley y la religión... Como marido y como esposa...