Yacían sus labios partidos y resecos, como si una terrible fiebre les quemase; labios cenicientos y doloridos; labios que parecían implorar a gritos un bálsamo de alivio a su sequía.
Cerráronse largo rato sus pupilas y bajo ellas, hondos cercos campeaban sobre la blancura de la piel, haciendo sombrío ese Semblante. Durmióse...
Ella, de puntillas y mirándolo con
atención profunda, caminó hacia la consola rinconera, sobre cuyo mármol, jaspeado de rosa, reposaba la lámpara cubierta por una pantalla de sedas y de blondas. Puesta la mano sobre el velador, mirólo a El, por un instante, y, lentamente, como si hubiera temido despertarlo, amortiguó la luz. La estancia quedó sumida en tonos indecisos.
Había en el ambiente un pronunciado olor a remedios, desinfectantes, y sobre la pequeña repisa de laca, suspensa en uno de los ángulos, casi imperceptiblemente, musitaba el reloj cual una sorda voz de la penumbra...