Al hablarle de París lo había
hecho con cierto desencanto. ¡Cuántos placeres no habría
conocido! ¡A cuántas mujeres no habría tratado! ¡Qué triste le pareció entonces su patria! ¡Y qué bella la había encontrado a Ella! Días después le habló en aquella soberbia "matinée" en casa de las de... Sí, fue allí...
Y como tocada por tibio y dulce contacto de
algo impalpable, lejano recordó su declaración en aquella misma fiesta; esa declaración suya, llena de raras frases que nunca había oído de labios de los muchos hombres, que se le habían declarado. Iguales todas: repitiendo las mismas palabras vulgares y casi imbéciles, de siempre; como aprendidas en "El Secretario de los Amantes", o en cualquiera de esos otros libros donde la idiotez instruye a la incapacidad...
Todos iguales; todos haciéndose los románticos y diciéndole con una melancolía lacayil que era la más bella de todas y que por ella se morían...
¡Estúpidos!
¡Estúpidos! pensó... Mas El, su Víctor ¡qué distinto a todos esos!