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Insensiblemente, cual si un denso recuerdo
evocatriz la invadiera, rememoró "aquellas noches"... La angustia, con su cara lívida, no había entrado los salones de su casa todavía... Estaba casada, hacía ya cuatro meses. Casi cinco... Eran las primeras funciones de la temporada. Recordaba el cuadro que el Gran Teatro presentaba allá cerca de las diez. Los carruajes flamantes, con sus cocheros de gran librea, formando largas filas con los automóviles, sobre el asfalto de la plazoleta. Los caballos exhalando vapor, pisoteando el suelo nerviosos. El grupo de "pipiolos" de bronce, de la pila, arrojando, plateados chorros de agua, que, estremecidos por el viento, helado de los Andes, caían con murmurio cristalino. El cielo, como una amenazadora conjuración de nubarrones negros. El vestíbulo, de enormes columnas de mármol, resplandecía de luz, entre cuyos reflejos aleteaban las mariposas de alas negras... Vio llegar la multitud: altos señores con el cuello de los abrigos levantados, y enguantados de blanco; soberbias damas de grandes peinados, perfumadas, y pendientes de sus hombros semi desnudos, capas luengas de tonos claros. Descendían de sus carruajes, y, para subir el mármol de la escalinata, levantaban un trozo de la falda crujiente y vaporosa, mostrando el principio de duras y esbeltas pantorrillas, prisioneras bajo el misterio de la media finísima...
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La herencia de la sangre
de Claudio de Alas
ediciones elaleph.com
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