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No tardó en sorprenderme la visita del médico, a quien con toda la cortesía que me fue posible le hice saber que con mi enfermedad, hija del cansancio y disgusto moral, nada tenía que ver la ciencia. El doctor, sin embargo, fiel a su deber y sin hacer caso de la resistencia pasiva que de antemano oponía yo a probar la virtud de sus recetas, me dijo no sé qué cosas del hígado, de los nervios y de mi temperamento, cuyas fuerzas, completamente desequilibradas, me exponían a algún desagradable accidente.

-Ante todo -concluyó diciendo, después de mandar por un calmante-, le recomiendo a usted un reposo y sosiego inalterables, por ser de absoluta necesidad para su salud. No se calmará de otra manera la profunda excitación y la calentura que le domina.

Viendo que no había otro remedio, fingí al cabo de avenirme a seguir sus prescripciones para que así me dejase más pronto libre, y encerrándome con llave tan pronto quedé solo en mi cuarto, fui a arrojarme sobre la cama, agitado y como fuera de mí.

-El médico, pensaba yo confusamente, me recomienda ante todo sosiego y descanso, y en verdad, es lo único que necesito, así como el lograrlo la cosa más fácil del mundo. Esa ventana por donde penetra la luz ofendiendo mis pupilas, los muebles de la habitación, el lecho en que me he tendido danzan de una manera insufrible en torno mío, haciendo infernal estrépito; el corazón se empeña en que ha de salírseme del pecho rompiéndolo sin compasión, y la misma tierra tiembla bajo mis pies como si hubiese llegado su último día... ¡qué horrible batahola!, ¡sosiego!, ¡descanso! ¡Tiene razón el buen doctor!

Y tentóme de tal suerte a la risa esta idea, que prorrumpí en una carcajada convulsiva que puso término a mis agotadas fuerzas, pues caí al suelo sin aliento sintiéndome morir asfixiado. Y hubiera muerto sin remedio a no haber estallado en hondos sollozos, tras de los cuales un abundantísimo llanto corrió de mis hinchados y encendidos párpados. Sostenido por la fiebre, pude todavía levantarme aquella tarde y salir sin ser notado de las gentes de mi casa. Cuantos me veían en la calle pronunciaban frases que yo no entendía y se paraban señalándome con el dedo; debía parecerles un espectro; pero yo, indiferente a todo, seguía impasible mi camino. Aun cuando me hubieran sujetado con férreas ligaduras, mis manos las hubieran roto para poder ir adonde en mi delirio me había prometido que llegaría. ¡Ah!, quería saber lo que tan claramente se me había dicho, pero que no podía ni quería atreverme a creer. ¡Todos nos resistimos a dar fe a los propios oídos, si es que se nos ha hecho escuchar nuestra irrevocable sentencia final!

Tenía Berenice una buena amiga, viuda, de más de cuarenta años, cuyo talento y carácter eran de todos apreciados. Nunca nos habíamos hablado, pero éramos antiguos conocidos a pesar de esto, toda vez que Berenice la tenía por confidente y se hallaba enterada de cuanto se refería a nuestros amores. Sin vacilar un solo momento, me dirigí a su casa y le pasé recado diciéndola que precisaba hablarla. Al verme, sus ojos, que debían haber sido muy hermosos, me miraron con simpatía y tristeza, mientras me ofrecía un sillón en el cual medio me dejé caer como desplomado.

-Siento una agradable sorpresa al verle a usted en esta casa -me dijo-, y deseo poder servirle en cuanto esté en mi mano.

-Por de pronto -la contesté lleno de turbación-, tengo que apelar a la indulgencia de usted por la manera con que acabo de presentarme.

-Omita usted toda excusa. Cuento entre los míos a los amigos de mis amigos, y usted debe saber por lo mismo que no me es ni extraño ni indiferente.

Díjome esto con un acento de franqueza y sinceridad que no permitía dudar de sus palabras, y aún observando sin duda que yo no acertaba a declararla el objeto de mi intempestiva visita, para darme lugar a que cobrase valor añadió con marcado interés:

-Está usted muy demudado. ¿Le aqueja por ventura algún padecimiento?

-Acaso, señora... uno bien extraño -la respondí medio tartamudeando; y añadí lleno de confusión-. Va usted a perdonarme, ya que, si me atrevo a tanto, consiste en que es para mí cuestión de vida o muerte la que aquí me trae.

-Hable, por Dios -exclamó casi asustada al notar mi emoción-. Tráteme usted como a una antigua amiga.

-Quisiera -la dije entonces en voz tan baja que apenas sí podía oírme a mí mismo-, quisiera... hablar a... Berenice... una vez... ¡una sola!, y no hallo medio posible de lograrlo.

-¡Ah! -exclamó al pronto la buena señora con maliciosa expresión. Mas después de meditar algunos momentos, como si acabase de resolver consigo misma algún importante problema, repuso-: Si usted lo desea, la escribiré ahora mismo rogándola que tenga la bondad de venir a verme.

-¡Si fuese usted tan condescendiente... tan buena! -exclamé sintiendo impulsos de arrojarme a sus pies.

Debió ella comprender hasta qué extremo me devolvía con semejantes palabras el ánimo perdido y cuánto le agradecía aquel servicio para mí impagable, porque la oí murmurar enternecida mientras abandonaba la estancia.

-¡Pobre joven! Así pudiese hacer por él todo lo que deseo y merece; ¡cómo se ha vuelto...!, ¡y después dicen que no hay quien sepa querer bien!

Cuando apareció de nuevo, recordándome que para el cuerpo enfermo es siempre saludable la atmósfera embalsamada de las flores, me instó a que pasase al jardín, el cual se hallaba casi a nivel de la sala, y me entretuvo (quizá para evitar que volviese a hablarla de Berenice) explicándome las excelencias de algunas flores; flores que brillaban a mis ojos sobre su alto tallo, descoloridas y sin aroma como mis agonizantes esperanzas. Bien pronto sonaron dos golpes en la puerta, sintióse el crujir de un vestido de seda y un débil perfume que me dejó medio desvanecido llenó la atmósfera... ¡Ella venía...! ¡Qué momento aquél...! Instintivamente volví la espalda, temiendo sorprenderla desagradablemente con mi desencajado semblante.

-Te doy gracias -oí que le decía la buena señora-, por haber acudido tan puntualmente; pero no he de serlo yo tanto en decir para qué te he llamado. Antes, querida niña, tengo que hacer un minucioso registro en mi papelera: sírvete, pues, pasar al jardín y esperarme, que en seguida estoy contigo.

Y se retiró al fondo de la sala desde donde nos veía sin que pudiese oír lo que hablábamos, fingiendo buscar entre sus papeles algo que sin duda no le era necesario.

La sorpresa y el disgusto dibujáronse en el rostro de Berenice tan pronto se halló sola conmigo. Yo no la di, sin embargo, tiempo a reflexionar en nada. Tambaleándome, embriagado por la felicidad de volver a verla, me aproximé a ella, diciéndola con un acento que la hizo estremecerse ligeramente:

-Alma de mi alma... ¿te has vuelto loca? ¿Qué me has escrito ayer? ¿Cómo te has atrevido a dirigirme aquella carta que estuvo a punto de matarme? ¿Por qué hace tantos siglos que no me dejas siquiera verte, luz de mis ojos? ¿No sabes que agonizo así?

Con un sí es no es de mal reprimida impaciencia y algo de temor me miró, puede decirse, de una manera algo inquisitorial, y en un tono tan nuevo para mí como las frases que me dirigía, me dijo:

 
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