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¿Adónde fui después...? ¡Ah!, ya recuerdo. Atravesé los lóbregos soportales de la Rúa, que aquel día asemejaban la subterránea galería de una catacumba, y después me dirigí, sin conciencia de lo que hacía, hacia los Agros. Desde que era desventurado, iba entonces por primera vez a visitar aquellos lugares; por eso cuando me vi allí, no atreviéndome a pasar más adelante (Conjo se me aparecía en lontananza semejante a un sepulcro), acabé por dejarme caer al pie del muro que, siempre cubierto de césped y florecillas, sirve de límite a las huertas. Soplaba a la sazón un viento desapacible que, ya agitaba tristemente las copas de los árboles de hoja perenne, ya silbaba por entre las desnudas ramas de los que esperaban el dulce calor de la próxima primavera para cubrirse de frescos brotes. La alta chimenea de la fábrica vomitaba espesas bocanadas de negrísimo humo que aumentaba la tristeza del cielo, completamente encapotado; y como las continuadas lluvias habían dado una entonación demasiado agria al verdor de los campos, que la opaca luz de aquella invernal mañana alumbraba con monotonía, cuando recorrí con la mirada tan brumosos horizontes me pareció sentir que se posesionaba para siempre de mi alma el frío de todos los desencantos. Como las furias acosaban a los mortales malditos por los dioses, sentí que me acosaba el recuerdo de cuanto la amiga de Berenice acababa de referirme con tan grande como inaudita crueldad.

Y allí... allí mismo, a la luz del día y en medio del campo, empecé a mesarme los cabellos como una débil mujer, a sollozar como un niño y a rugir como una fiera, porque ¡ay!, sentía, ¡pobre de mí!, que la amaba más intensamente que nunca y que no podía dejar de ser suyo para siempre. Y he aquí que hallándome tendido boca abajo sobre la hierba, mordiendo la tierra, alguien me tocó suavemente en la espalda. Era nada menos que una vieja gitana, de verdosos ojos, tez morena y abigarrado vestido, la cual, cuando con torvo ceño la pregunté qué me quería, dijo:

-Buen mozo, pon en la palma de la mano una moneda de plata, y te diré en seguida la buena ventura, que no ha de pesarte de ello, pues tengo que revelarte grandes cosas, respecto de la pena que te está matando, y de lo que te ha de pasar en el porvenir.

Al oír tales palabras, maquinalmente y sin darme cuenta de lo que hacía, registré mi bolsillo y con la apetecida y milagrosa moneda indispensable para poder leer en mi oscuro destino, le tendí la mano.

-¡Bendita sea la madre que te parió y el padre que te engendró, a quienes Dios tiene ya gozando dicha eterna en la gloria! -añadió la bruja-. Eres un real mozo, y mejor suerte mereces de la que tienes, ¡caramba!, aunque de ti depende que mude tu mala fortuna. Una mala mujer te ha hechizado, ¡caramba, que es verdad!, y por cierto que no se llama Pepa, ni Juana, ni Antonia, sino que tiene el nombre tan enrevesado como las intenciones que son de engañadora y desagradecida hembra. Y yo te lo digo, buen mozo, que no volverás a comer pan sin lágrimas, mientras no logres arrancar del pecho el cariño que la tienes, queriendo a otra, porque la mancha de la mora sólo se quita con otra mora. Bien veo que no eres de los que aman y olvidan, y que en tu corazón ha tomado arraigo el hechizo, pero yo te lo digo y entiende que leo en tu porvenir como en un libro abierto; o mudas de afecto o te quedan muchas penas que sufrir y te espera un mal fin por causa de esa perra mujer que te ha engañado y vendido.

Y dicho esto, alejóse la vieja a toda prisa, dejándome iracundo, atormentado y medio loco.

-¡Maldita seas, bruja infernal, hija de la más vil escoria de la tierra! -exclamé rechinando los dientes.

¡También la miserable había querido manchar la sagrada memoria de mi santa con su torpe lengua y sus ridículos vaticinios! ¿Por qué la había escuchado? ¡Atreverse a llamarla mala mujer y aconsejarme que mudase de afectos! ¡Desventurado de mí! ¡Mándale al pez que abandone el líquido elemento en que habita, al pájaro que no vuele, al hombre que viva sin respirar! ¡Berenice... Berenice de mi alma... todos empeñados en ultrajarte, cuando eres la única, la imponderable, cuando sólo a ti puedo amar, cuando soy exclusivamente tuyo y me siento acabar sin ti!

-¡Vete al diablo! -exclamó Pedro impaciente y sin poder contenerse al oír la fervorosa exclamación de su amigo-, ¿es posible que aún hables así de ella? La viuda, la gitana, yo y todos, tenemos razón de sobra. ¿No te engañó y burló de la manera más inicua?

-¡Imperdonable...!, ¡inicua...! No me extraña el que así te expreses, natural es hablar torpezas cuando no pensamos bien lo que decimos. Si te hicieses cargo de lo que es el hombre, y que a pesar de cuanto se habla de su libre albedrío, nunca será capaz por un acto exclusivo de su voluntad, de amar o aborrecer a otro, sino que el corazón o una fuerza que no proviene de esa voluntad, la supedita y hace su esclava; si te hicieses cargo de esto y de otras mil cosas que no son del caso, no condenarías tan fácilmente la conducta de los demás, te mostrarías menos severo y me comprenderías mejor. En el tiempo a que me refiero, yo no podía ver tampoco bien claro el por qué de lo que me pasaba. El dolor y los celos me cegaban, sumiéndome en densas tinieblas, y sólo cuando mi buen tío me dejó oír su profética y santa palabra, pudo iluminar mi espíritu debidamente la luz de la verdad. No; no tuvo Berenice la culpa de maltratarme como lo hizo. Un oculto poder de que ella misma no podría darse cuenta fue el que, endureciendo para mí su corazón, la impelió a abandonarme y a juzgarme de la injusta manera que lo hizo.

-¡Poder del cielo! -exclamó Pedro-. Bien dicen que en este mundo de engaños y mentiras, el que no se consuela es simplemente porque no quiere consolarse. He ahí un sistema cómodo y a prueba de toda clase de desengaños.

-No me importa que te sonrías -añadió Luis, mirándole con cierta severidad-; no será por eso menos exacto lo que digo. Había yo sido impío e idólatra amándola como la amaba, sin acordarme de que al fin el barro no es más que barro. Había llegado a desconocer a Dios, colocándola a ella en lugar suyo, y de haberla entonces poseído, de haberla hecho mi esposa, al poco tiempo la hubiera asimismo matado y matádome con ella... ordenando que se nos enterrase en una misma fosa, a fin de que allí se confundiesen nuestros cuerpos, como irían a confundirse nuestras almas en otros mundos mejores. No le bastaba a la soberbia de aquel inmenso, de aquel monstruoso amor mío, y, ¡ay!, ¡no le basta todavía!, lo que es patrimonio del hombre, sino que pedía y buscaba aquello que pertenece exclusivamente a la divinidad. Dios fije, no ella, quien la apartó de mi camino, haciendo que un extranjero me la arrebatase, llevándosela a tierras tan lejanas que perdí completamente su rastro, como se pierde el del pájaro que cruza velozmente el espacio ante nuestros ojos, acaso para no volver más. Pero déjame que dé término a esta historia lo más aprisa que pueda, y que te cuente de la manera más comprensible de que soy capaz, cómo por la senda de tan acerbos dolores y de peripecias tan varias en su monotonía, llegué a sacar las lógicas consecuencias de que te llevo hablando, y se refieren a la comunicación e íntimas relaciones que existen entre lo que se ve y no se ve, entre lo que fue en el mundo y sigue siendo en otras regiones, entre el hombre y la naturaleza.

 
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