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Capítulo II

En efecto, como el que gozase en arrancarse las propias entrañas, Luis, con acento cada vez más expresivo y conmovedor, prosiguió hablando de esta manera:

-Usted está hechizado -me dijo una mañana la amiga de Berenice, acercándoseme en el claustro de la catedral, en donde agobiado por la tristeza me paseaba oyendo resonar a lo lejos el órgano, mientras leía como en libro consolador los epitafios de las sepulturas que iba pisando con mis pies-. Usted tiene en sí un maleficio, añadió, y es fuerza que le venzamos. Hace tiempo que me han autorizado para ello, y al fin veo que es necesario llevar a cabo obra tan meritoria. ¿A qué proseguir soñando y consumiéndose por lo que para usted es menos que una sombra? Ella no era capaz de amar, ni comprendió nunca el verdadero significado de esa palabra.

Y como notase que tan amargas aseveraciones me hacían un daño tal que se traslucía en mi rostro de una manera harto clara la dolorosa sorpresa y el desagrado que me causaban, prosiguió diciéndome con cariñosa severidad.

-El cauterio es un remedio fuerte, pero indispensable para curar ciertas heridas, y precisamente un cauterio es el que yo quiero aplicar a ese pobre cuanto rebelde corazón, por más que usted se enoje conmigo. No desagradó usted en un principio a Berenice, por el contrario, interesábale su aire melancólico y encontraba esa cabeza de poeta romántico que a la suerte plugo concederle digna de que una hermosa fijase en ella la distraída mirada. Y como vio por otra parte, bien claramente, el violento amor que había inspirado, y corno le hiciese gracia suma la manera no común con que usted la rendía reverente culto, hubo de prestar atención a las extrañas melodías de aquel que ensalzaba su belleza sobre cuantas en la tierra pudieran existir, y de aceptar el incienso que un idólatra quemaba con fe ardiente en sus aras.

-¿Sabe usted -me dijo cierto día-, que me aqueja un pesar?

-¿A ti? -la pregunté sorprendida, porque en su semblante brillaba esa serenidad y complacencia propias de quien está satisfecho de sí mismo.

-No sé si me expresé mal -añadió-, pero es el caso que me siento disgustada, aburrida, y que, semejante al pájaro aprisionado, me agito sin cesar aguijoneada por una insoportable impaciencia que me incita a recobrar mi libertad.

-Pues encuentro muy extraño todo ello y no lo entiendo -la repliqué-, explícame, si puedes la causa de tus disgustos.

-Ese hombre, amiga mía -añadió-, va siendo para mí una verdadera pesadilla; no he visto modo de delirar como el suyo. Verdad es que, dado su carácter excéntrico, soy culpable de haber contribuido a enloquecerle, no tan sólo porque le hablé y escribí desde que nos conocemos en la misma forma lírico-melodramática que él usa siempre conmigo, sino porque hice tan a maravilla el papel que me propuse representar, en tanto esto pudo servirme de solaz, que el buen Luis llegó a creer en mí aún mucho más que en Dios, sin que ni un solo instante hubiese dudado de la firmeza y rectitud de los sentimientos que suponía abrigaba mi pecho. Hallóme por esto tan hecha a su gusto, y su entusiasmo fue creciendo y creciendo de tal manera al ver cómo yo sabía corresponder a su afecto, que llegó hasta el delirio y a la extravagancia más inverosímil en las demostraciones de su fantástico amor. Imagínese usted que se empeña en que nuestros espíritus tienen el don especial de atraerse y andar dando vueltas, abrazados, yo no sé por qué selvas e imaginarios espacios, y que no cesa de soñar con la muerte y la felicidad que hemos de gozar en mejores mundos, ¡cuando yo me hallo en éste tan a bien con la vida! Usted que conoce mi carácter, tan poco dado a andar fuera de lo real, comprenderá hasta qué extremo excitarían mi buen humor semejantes fantasías, repetidas a todas horas y en toda ocasión, y comprenderá asimismo como pudo llegar un momento en que se me hiciesen completamente antipáticas e insoportables. Amén de esto, como yo no he de unir mi suerte sino a la del hombre que mi padre quiera, sería completamente inoportuno que prosiguiese alentando sus locos desvaríos. He aquí por qué, al ver que esa criatura a todas horas y en todas partes se halla como pegado a la cola de mi vestido, vigila continuamente mis acciones, ronda mi puerta como un salteador y ha dado en tomar más en serio cada vez coqueterías de un momento y promesas que todos los amantes, o que se llaman tales, hacen hoy para olvidarlas mañana, llegó a impacientarme y ser mi sombra más temida. Me estremezco de disgusto cuando le veo, me asusta y enoja adivinar que me sigue cuando nos encontramos, y me siento mal si veo sus ojos de vampiro fijos en mí, con una mirada que tiene tanto de sospechosa como de ridícula. Si hubiese un alma caritativa (porque yo no me atrevo) que le fuese haciendo entender todo esto y me librase así de semejante loco...

Calló la viuda algunos momentos mientras me observaba como queriendo escudriñar en mi pensamiento, y después, sin que el horror que producían en mí las abominaciones que acababa de revelarme fuese bastante a sellar sus labios, prosiguió diciendo con el mismo valor con que el cirujano opera al enfermo, no bien seguro de si tras de los tormentos que le produce con su bisturí han de volverle la salud o llevarle más de prisa hacia la muerte:

-Poco tiempo después de haberme hablado así -añadió-, el padre de Berenice regresó de la corte trayendo para marido de su única hija a un newyorquino tan grande como un mastodonte, pero riquísimo, con lo cual dicho está que se apresuró a romper con usted de la manera que lo hizo y tanto deseaba: y... ya sabe lo que ocurrió. Antes de partir, sin embargo, Berenice, que no era precisamente mala, sino (como tantas otras mujeres bonitas y aun feas) sencillamente coqueta, superficial, y, digámoslo sin ofensa suya, sensata hasta rayar en lo vulgar, parece que sintió por usted así como remordimientos, y llamándome aparte me dijo:

-Casi me da lástima dejarle tan triste y entontecido, y si usted en su experiencia comprendiese que diciéndole la verdad desnuda podría curarse de su pasión, le suplico que lo haga sin temor alguno y sin callarle cosa, aun cuando haya de odiarme, porque a decir verdad, casi prefiero ya su odio a su cariño. Repítale hasta que lo entienda bien que vivió engañado, y que le aconsejo me olvide para siempre.

-¿Y no la buscaste para matarla? -exclamó Pedro indignado.

-¡Matarla... yo a ella! -repuso Luis con aquel acento de recogimiento y beatitud que le eran propios al hablar de su ídolo-. Horrible era, muy horrible, cuanto aquella excelente señora me revelaba; pero todavía, y como si se tratase de una venda que pudiese quitarse o ponerse en el lugar lastimado, añadió filosófica y candorosamente:

-Ahora medite seriamente en cuanto le llevo dicho, que es la verdad desnuda sin exageraciones ni omisiones de ningún género, y olvídese por completo del pasado. Todo aquello fue un sueño; haga, pues, por vivir y alegrarse, ame a otra que sepa comprenderle, y no me guarde rencor porque le haya hecho saber cosas que, si al pronto habrán de herirle en lo vivo, acabarán después necesariamente por curarle de tan insensata pasión.

-Y tú, en efecto, te has curado, ¿no es cierto? -preguntó Pedro.

 
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