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¡Pobre Esmeralda! Yo no sé cuantas cosas la dije de esas con que la adusta razón desgarra las almas apasionadas y heridas por el desdén, la ingratitud y el despego de aquellos a quienes aman como a único bien.

Después, dándole un abrazo ceremonioso y frío como el olvido, procuré desasirme con fuerza de sus brazos; pero no pude lograrlo, porque se negaba por completo a soltar mis rodillas. Fatigado entonces por tan estéril lucha, que empezaba a parecerme ridícula, dando a mi acento toda la dureza que me fue posible, la dije de nuevo:

-¡Aparta, muchacha! ¿Quieres que te lastime? Deja de ser importuna y piensa en que te he advertido lealmente que todo acabó entre nosotros porque no te amo... porque amo a otra. ¿No debiste tú misma conocerlo? ¿No me has visto despreciarte mil veces a pesar mío? Pues ya es tiempo, niña, de que te respetes a ti misma, ¡déjame partir! He hecho en bien tuyo lo que pude hacer. Adiós.

Y arrojándola con fuerza lejos de mí, salí del bosque sin mirarla ni volver atrás la cabeza.

¡Qué extraña naturaleza es la del hombre...! No llevaba yo intención de alejarme de Santiago; precisamente todos mis planes debían y deben realizarse aquí, y, por otra parte, me hallaba como nunca apegado a la ciudad, en donde tanto había amado y sufrido, en donde cada calle, cada piedra y cada árbol me hablaban sin cesar de Berenice. Pasado lo agudo del dolor, ese mismo dolor volvió a ser mi único y querido compañero; me complacía, llevándolo dentro de mí, en visitar los lugares que con sus recuerdos le avivaban. Por otra parte, aquí esperaba (y espero) volver a verla, lo cual me impedía en absoluto alejarme de la vieja Compostela; pero se me ocurrió hacerle creer a Esmeralda que partía, por si ésta caía en la tentación de buscarme. A fin, pues, de que no dudase que me había ausentado, y dejando de verme perdiese todo esperanza, hice propósito de no volver al bosque en algún tiempo.

-Es el amor algunas veces cuestión de presencia -me decía yo-, y más pronto me olvidará cuanto menos me tenga delante de sus ojos.

Hallábame, pues, decidido a huirla y evitar el hallarla en parte alguna, ya que la violencia con que me había demostrado su apasionado cariño el día de nuestra separación me produjera cierto disgusto, que aumentó mi despego hacia ella, dejándome comprender que en adelante ya no me sería posible hablarla sin sentir una de esas repulsiones invencibles que llegan a ahogar en el voluble espíritu toda conmiseración hacia nuestras víctimas, algo, en fin, que así nos separa del objeto que instintivamente nos repugna como nos aproxima al que amamos. Sí, Pedro; desde aquel día en que dejé de ver a Esmeralda, mi corazón pareció respirar más libremente y me entregué por entero a la adoración de Berenice, como el devoto que, después de confesadas sus culpas, cree encontrarse en comunicación más íntima con Dios. Arrepentido de mis faltas, como si ella fuese el único bien terrenal e infinito que el cielo me tuviese reservado en mi más allá, me propuse esperarla y hacerme digno de ella a los ojos del Eterno por medio de la paciencia y de la resignación. Fue entonces cuando resueltamente formé, respecto de este convento que me oíste llamar mío, los proyectos que espero hemos de ver pronto realizados... ¿Por qué no he puesto ya la primera piedra y echado los cimientos de mi obra? ¡Yo sólo soy el culpable y siento por ello intranquila, muy intranquila la conciencia...!, pero, dejemos ahora esto.

Un mes había transcurrido desde que dijera ¡adiós! a Esmeralda, y ya ardía en vivos deseos de visitar este bosque, ya sentía la nostalgia de mis flores, de mi río y de mis pájaros. Me parece que era por el mes de marzo, y como brillasen la luna y el sol de la manera que despierta más vivamente en mi alma queridos recuerdos, acometióme la tentación de encaminarme hacia estas umbrías, por lo que, sin poder vencer mis deseos, aun a trueque de exponerme a tropezar con Esmeralda, salté del lecho y en menos tiempo que el que tardo en decírtelo me vestí con objeto de dirigirme a estos lugares. Pero cuando abrí la puerta interior para bajar la escalera, hube de lanzar una exclamación de desagradable sorpresa y detenerme a mi pesar. En el último peldaño hallábase Esmeralda en pie, con su refajo color lacre, con su pañuelo de algodón, que, anudado sobre la cabeza, hacía gracioso marco a su rostro, y con el mandil de cenefa verde y fondo negro, encima del cual blanqueaban las limpias mangas de su camisa de lino. Inmóvil, y con los ojos clavados en los míos, empezó a mirarme... a mirarme... ¡Dios mío! ¡Si la vieras, Pedro! De una manera que me helaba la sangre en las venas... Y al mismo tiempo que me miraba así sonreíase enseñándome los dientes, que no eran tales dientes, pequeños y blancos como ella los tenía, sino astillas de huesos, puntiagudas y largas, que me parecía iban a herir sus labios sonrosados.

No me atreví a dar un paso, y como si me hubiesen clavado en el primer descanso de la escalera, osé preguntarla al fin:

-Esmeralda, ¿qué me quieres, y por qué me miras de esa suerte? ¿A qué has venido?

Ella guardó silencio y prosiguió mirándome con aquellos ojos, ¡ay!, ¡que no olvidaré jamás!

-Esmeralda -volví a exclamar con voz trémula-, Esmeralda, háblame, dime lo que quieres, pero no me mires.... no me mires porque me das miedo.

Y como pareciese no oírme y con su inmovilidad de fantasma me causase cada vez mayor espanto, haciendo un poderoso esfuerzo de voluntad bajé en dos saltos los escalones murmurando:

-¡Yo te haré hablar! -pero cuando llegué al portal ya había desaparecido, y en vano miré a lo largo de la calle y registré en todas partes. ¿En dónde se había ocultado? No pude adivinarlo. ¿A qué había venido? ¿Y aquellos ojos? ¿Y aquellos dientes...? Y, sin embargo, era ella. ¿Qué significaba todo aquello?

-La encontraré, me dije, aun cuando haya de ir a buscarla a su propia casa.

Y tomé a todo andar hacia Conjo, por más que a cada paso que daba mi cuerpo se estremecía y mis pies parecían negarse a ir más lejos, helándome repentino frío como si una ventisca del San Gotardo me envolviese en sus heladas ráfagas. No tardé en comprender la causa de tan extraña como violenta emoción, presentimiento o como quieras llamarle, pues desde lejos distinguí a la puerta de la casucha en donde habitaba Esmeralda el negro pendón que acompaña a los muertos a la última morada, un sacerdote, algunas luces y mujeres que se mesaban los cabellos llorando a gritos. Sobresaltóse mi corazón que latió a toda prisa y dando un largo rodeo fui a colocarme en acecho tras de un paredón ruinoso, temiendo, no sé por qué, a que aquellas gentes, si llegaban a verme, me señalasen con el dedo.

No tardó en aparecer a mis ojos el ataúd en el cual cubierto de flores iba el cadáver de Esmeralda, que tres hombres conducían al cementerio. Yo no sabía lo que por mí pasaba. Si había muerto ¿cómo acababa de verla al pie de la escalera de mi casa? ¿Ni cómo llena de juventud, de vida y de hermosura, había podido sucumbir tan pronto? Sentí vehementes deseos de acercarme a su inanimado cuerpo para interrogarla, imaginándome que sus cárdenos labios habían de decirme todavía cuando pusiese mi oído sobre ellos: «Estoy viva, esto no es más que un sueño.»

 
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