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Te dije que la gitana con sus profecías y consejos, semejante a los antiguos magos cuando irritaban a las dormidas y encantadas serpientes, tocándolas con su vara de maravilloso poder, había ella irritado mis heridas. Maquinalmente dejé mi asiento, y sin saber lo que hacía, tomé por el camino de Cornes, que en tanto tiempo no osara atravesar, porque cada zarza, cada piedra y cada flor de aquellos estrechos senderos, que infinitas veces había recorrido para venir aquí en días más dichosos, tenían para mí colores, ecos y hasta gritos misteriosos que me desgarraban las entrañas. No retrocedí entonces, a pesar de esto, sino que proseguí marchando aprisa hacia el monasterio, que negreaba sombríamente en lontananza, como si algo me llamase con imperiosa voz desde sus hondas soledades.

El prado en donde las lavanderas suelen tender sus ropas, así como los barrancos y montecillos de aquel paraje siempre verde, hallábanse materialmente cuajados de margaritas y violetas y de otra multitud de florecillas silvestres, todas antiguas amigas mías, las cuales, al sentir mis pasos, me saludaron enviándome delicadísimos y tenues perfumes y volviendo hacia mí con tristeza sus frescas corolas. ¡Ah!, miré hacia lo alto para no verlas, porque no me era posible fijar en ellas la mirada sin sentir de una manera insoportable y aguda, como la hoja de un puñal que me traspasara el corazón, la nostalgia de mi perdida felicidad. Las urracas, los mirlos, los gorriones y jilgueros me salieron al paso hablándome en su deliciosa lengua de cosas muy queridas, y entonaron canciones que eran como el eco perdido de mis alegrías ya muertas... Apresuré el paso, diciéndoles al viento, a las flores, al agua y a los pájaros:

-¡Dejadme... dejadme, por piedad! Bien veis que no os he olvidado, pero no me recordéis tan viva y cruelmente el perdido bien por el cual me siento morir. ¿No veis qué demudado estoy? ¿No adivináis lo que sufro?

Y en vez de seguir hacia el molino en donde el verdor y el misterio aumentan su hermosura, entré en la desigual carretera que podía decirse mar innavegable de espeso barro, en donde me hundí sin escrúpulo ni aprensión, causando el asombro de las aldeanas que, arremangadas, atravesaban a duras penas aquel inverosímil camino. Por fin, cubierto de lodo, agitado y convulso, llegué al monasterio y penetré en el claustro en donde mujeres, niños y aun hombres (si bien éstos en corto número) se hallaban diseminados bajo las arcadas, al pie de la escalera por donde tantas veces yo había bajado para ir a reunirme con la amada de mi alma. Mi aspecto debía ser bien extraño porque todos al verme me miraron con asombro, casi con miedo.

-Con éste sí que anduvieron de todas veras las muy indinas -murmuró una vieja al oído de otra más vieja todavía-. Y yo, que no acertaba a explicarme cómo había llegado hasta aquel paraje donde tan tristes memorias y espectros tan temidos habían de salirme al paso, tomé maquinalmente asiento cerca de aquellas gentes, que acabaron por mirarme con amigos y compasivos ojos.

Hallábanse entretenidos en contarse unos a otros la historia y el origen de los extraños padecimientos que les aquejaban, y por preocupado que se hallase mi ánimo, tan extraño me pareció lo que referían con temerosa voz que no pude menos de prestar atención profunda a sus palabras. En verdad, más se creyeran al pronto sus relatos pura fantasía de mentes acaloradas que historias verdaderas de cuyo origen y esencia la razón se resiste a ocuparse. Mas los efectos causados por enfermedades sin nombre, no dejaban por eso de ser tan inexplicables como terribles. Éste dejaba salir de su infantil garganta un eco fuertísimo, ronco, gutural, perenne que no parecía hijo de ningún pecho humano, de fiera, ni instrumento conocido, pero que no se podía oír, sin que los nervios se crispasen, sin que el corazón se oprimiese y se experimentase una emoción de indecible disgusto. ¿Qué habría en aquella delicada garganta para que pudiese producir un sonido siempre igual, unísono, ronco, lúgubre? Empeñábase uno en devorar con repugnante y ansiosa avidez la gredosa tierra y la hierba que cubría el suelo, mientras otro, joven aún, pero de macilento y cadavérico semblante, iba y venía en incesante agitación, semejante a una ardilla cuando apenas si le quedaban fuerzas para sostenerse sin caer desfallecido. Parecióme el suyo tormento superior a los del infierno del Dante: por lo que aquel desventurado contaba, tomando entonces sus facciones una expresión feroz, desde el momento en que había bebido en el mismo caño de la fuente con cierta mujer que le quería y él desdeñaba, diabólicos deseos, inquietudes desconocidas, instintos verdaderamente crueles nacieron y se desarrollaran prodigiosamente dentro de sus entrañas, mientras el espíritu, la sombra, o como quiera llamársele, de aquella mujer aborrecida, persiguiéndole sin cesar, chupábale ocultamente las sangre, quitábale el apetito, privábale de sueño y le asesinaba lentamente, sin que ni de día ni de noche pudiese sustraerse a su influencia mortífera. Veíala en todas partes, hallábala dentro y fuera de sí, y poco a poco iba muriéndose de hambre, sin poder comer; de sueño, sin poder dormir; de inquietud, sin que le fuese dado gozar momento de reposo, condenado como se veía a tener siempre delante de sí, siempre consigo, la aborrecida y asesina visión. Suspenso me dejó, más que otra alguna, la inexplicable dolencia de aquel mozo, acaso porque sin que osara decírmelo a mí mismo encontraba en ella extraña analogía con el mal que a mí me aquejaba. A vueltas andaba en mi pensamiento con las ideas que en mí despertaba semejante relato, cuando la vieja que al entrar yo en el claustro se había fijado en mi descompuesto semblante y desmañado atavío, volvió a decirme:

-Enfermo está este mozo, pero, señorito, no lo está usted mucho menos. Los malos espíritus o las malas mujeres, deben hacerle a usted, a lo que parece, cruda guerra.

No me atreví a contradecirla, y alentada ella con mi silencio añadió en seguida con verdadero interés:

-Pero dígame, mi buen señor, si le es posible, cómo siendo usted un caballero pudieron atrevérsele brujas o maleficios, pues éstos no suelen habérselas con gentes de calidad, sino con nosotros, los pobres campesinos.

Chocóme casi tanto la pregunta como la observación de la vieja, y sonriéndome de una manera tan ambigua como lo eran mis pensamientos, respondíla:

-Ignoro en qué podrá consistir la predilección con que los malos espíritus miran a los hijos del campo, y lo único que puedo decirle, mi buena mujer, es que, si maleficio hay dentro de mí, por los ojos se me ha entrado hasta llegar al alma misma, y allí mora atormentándome como ninguno ha sido atormentado en este mundo.

-No necesita usted decirlo -replicó con lastimoso acento-, que bien se deja ver en su rostro y porte; pero si de esa manera -prosiguió hablando-, se ha metido en usted el hechizo, ha de ser más recio de salir que si se le hubiesen dado en vino, leche, agua o cualquiera otra clase de bebidas o alimentos, porque como decimos:

«Mal d'ollo ou feitizo

que n'alma s'asenta,

só sai para fora

por gran milagreza.»

-Mas no pierda por eso la esperanza, que Dios está sobre todo, y a Él toca únicamente hacer lo que a los hombres no les es dado en manera alguna.

 
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