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Calló unos momentos, y estrechando después entre las suyas una de mis manos, añadió con un acento que jamás olvidaré.

-Luis, han llegado a mi oído noticias por demás tristes, y que acusan en tu carácter y conducta, antes poco menos que intachable, un cambio que me llena de sobresalto y pesadumbre. Voy a morir, y como amigo primero, y como sacerdote después, te suplico que me abras tu corazón, y hagas a este pobre agonizante una sincera confesión de tus culpas, un ingenuo relato de tus más íntimos secretos. Quiero saber qué áspid ha podido picar en lo más hondo de las entrañas a mi niño mimado y emponzoñar de tal manera su limpia y generosa sangre. ¿Quién sabe, además, si este moribundo podrá hallar remedio a tu mal?

Al oír esto, hundí la frente entre las ropas del lecho de mi tío, no levantándola hasta que me hallé decidido a satisfacer aquel único deseo del hombre a quien yo quería como a un padre. Todo... todo se lo confesé. ¡Y cuán saludables no fueron para mí los consejos de aquel justo, que con un pie en el sepulcro parecía hablarme desde la eternidad el lenguaje de las supremas justicias!

Yo hablé mucho, él aún más, y después de revelarme grandes misterios, que me hicieron entrever las celestes esferas, concluyó diciéndome:

-Pero no sólo es preciso Luis, que renuncies a tus horrendos extravíos, sino también a ella. Pertenece a otro, y en semejantes casos el solo deseo, si es consentido por la voluntad, es verdadero crimen que Dios castiga con mano inflexible.

-¡Renunciar a ella, señor! -exclamé con cierta sorpresa-. ¿Acaso no me he explicado bien, o usted no ha podido comprenderme? ¡Renunciar a ella...! ¡Como si eso me fuese posible!

-Demasiado que te he comprendido -repuso el anciano con dulce severidad- pero precisamente el mayor mérito que podemos presentar a los ojos de Dios es haber combatido nuestras malas pasiones. La vida no es otra cosa que una continua guerra contra nosotros mismos, caso de que no queramos sucumbir bajo la fuerza poderosa del mal y atraer sobre nuestras cabezas las iras celestiales. Si nos dejamos llevar de violentos deseos que nos tienen en desvelo incesante e inquietud perpetua, ¿cuál podrá ser el término de nuestra fatigosa carrera? El abismo, porque el hombre es un ser complejo a quien nada puede satisfacer ni llenar cumplidamente en la tierra, y que quiere más siempre, a medida que le dan más. Deja, deja ya de pasar los días ocupándote de un solo ser tan falible, tan terreno y tan mezquino como tú mismo; deja de despreciar a los demás por esa mujer que no es hecha de mejor barro que nosotros y de colocarla en el trono altísimo en donde sólo Dios tiene puesto legítimo; porque todo eso es pura impiedad y ciega idolatría que atraerá sobre tu cabeza tremendos castigos. ¿No has visto cómo te ha herido de repente la mano oculta y vengadora, destruyendo de un golpe aquella felicidad que creías eterna y que fue más breve que un soplo? Y no; no fue ella la culpable, ya te lo dije; secreto poder tocóla en el corazón para castigo tuyo y endureció sus entrañas a fin de que hiciese ludibrio de tu insensato amor. Aún es tiempo, pues, de que te arrepientas y vuelvas en ti. Te dejo por mi único heredero, y te aconsejo, y aun mando, que a lo adelante emplees tu tiempo en llevar a cabo alguna obra humanitaria y útil en este país en donde naciste, y tanta falta hacen hombres generosos que olvidando el propio bienestar sepan sacrificarse en aras de la común felicidad. Mucho has pecado, y mejor que llorar tus culpas con estériles lágrimas es que procures redimirlas, dedicándote a enjugar las ajenas.

Muchas más cosas me dijo mi buen tío en tanto sus fuerzas no se extinguieron por completo, pero cuando llegó el supremo momento, antes de que empezase la agonía, hízome arrodillar al pie de su lecho y con voz casi ininteligible me dijo:

-¿Me prometes, Luis, aquí, delante del Dios crucificado, renunciar a esa mujer?

Al oír semejante pregunta empecé a temblar y permanecí mudo.

-Para que tus padres se regocijen en el cielo, para que yo pueda morir en paz, prométeme Luis lo que acabo de pedirte. Es lo justo y lo necesario -volvió a decirme con un acento que me dio miedo, pero proseguí guardando silencio; un nudo me apretaba la garganta. Mi tío haciendo un esfuerzo, levantó entonces la cabeza y me miró... me miró fijamente con sus ojos vidriosos y medio velados por la muerte. En aquel momento sentí como si algo se hubiese roto en mi pecho y estrechando entre las mías las manos del moribundo, exclamé:

-¡Perdón... perdón, señor, pero no debo mentir en este instante solemne! Me siento con fuerzas para renunciar a todo interés mundano, a toda ventura, hasta a la gloria eterna... pero a ella, señor, no puedo... ¡Dios lo sabe! ¡A ella no renunciaré jamás!

La cabeza del anciano volvió a caer desplomada sobre la almohada, y con agonía y abatimiento murmuró:

-No has querido engañarme, y has hecho bien porque sería una doble falta en estos instantes... pero... ¡desdichado!, tiemblo por ti... Que el Señor tenga compasión de tu alma extraviada y te perdone... como yo te perdono. Deja que te eche mi... bendición -y expiró momentos después.

No, Pedro, no tuve valor para mentir en presencia de Dios, que leía desde lo alto en mi corazón, y de la de un moribundo que bien pronto iba a saber también mi falsedad si le hubiese prometido lo que no me sentía capaz de cumplir. ¡Renunciar a ella...! Imagínate que la viese aparecer delante de mí... ¡Dios poderoso! Sólo el pensarlo me trastorna y enloquece... renunciar a... ¡imposible...!, ¡absolutamente imposible! ¡Ni imaginarlo siquiera!

Causóme, sin embargo, hondísima impresión aquella escena, así como cuanto mi tío me había dicho y aconsejado antes de morir, pues desde entonces (pronto hará de esto un año) di principio a una nueva vida de regeneración, ya que no de verdadero arrepentimiento en cuanto se refería a la incomparable y única mujer que no podía ni puedo arrojar de mi alma ni dejar de desear como los condenados el cielo. Vuelto en mí, como el que despierta de un mal sueño, abandoné de golpe la revuelta existencia en donde tan inútilmente me había manchado, y me propuse, por medio de buenas obras, desagraviar al cielo y a los hombres de las ofensas que les había hecho.

¡Qué horrible peregrinación no había venido haciendo a través de aquellos escabrosos caminos y torcidas sendas en compañía de desconocidas mujeres, las unas pervertidas ya, otras que yo pervertía sin escrúpulo ni miramiento alguno! ¡Y todo para que el recuerdo de Berenice me fuese cada día más querido, y se hallase su imagen más identificada que nunca con mi ser! La misma Esmeralda, por fatalidad tan parecida a ella, tan cariñosa de suyo, ¡cuánto no había contribuido a recrudecer mis dolores! Unas veces me amargaban y producían hastío sus besos, otras sus manos rescaldaban con su calor las mías, o me hacían crispar los nervios con su contacto. Imagínate lo que sentirías si creyendo que ibas a posar tus labios sobre una tibia y sonrosada mejilla, te hallases con el hielo y la rigidez del rostro de un cadáver, y podrás formarte una idea aproximada de lo que comúnmente me sucedía con ella. ¿Para qué proseguir aquella lucha estéril que a nada conducía, como no fuese a aumentar mis sufrimientos?

 
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