Las indagaciones que hice por aquel tiempo, permitiéronme saber al fin que Berenice, como siempre hermosa y aún sospecho que feliz, viajaba en compañía del yankee, quien, como se lleva un fardo, se la había llevado a dar una vuelta al mundo. Esto no pudo menos de encender más y más mi cólera contra ellos, porque iban ¡solos!, ¡solos!, a recorrer la tierra, y mis celos tomaron de nuevo un incremento espantoso, siéndome preciso, para desahogar la ira que me enardecía y engañar mis insoportables deseos, lanzarme por todas las sendas del pecado, hacer criminales experimentos, beber en corrompidas fuentes el agua pastosa del hastío y jugar con cuanto había en mí de más puro y noble, como un niño mendigo con sus harapos. Precisamente, semejante vértigo me acometió con mayor fuerza en los mismos momentos en que acudí por espacio de nueve días consecutivos a oír los exorcismos que el fraile pronunciaba cada vez con bárbaro y risible fervor. Ni esto era extraño tampoco, porque la rebeldía de mi espíritu, tratándose de la pasión que por completo le poseía, era tan grande, y de tal suerte las ocultas corrientes que me combatían parecían influir en mi destino, que se hacía poco menos que imposible e ineficaz otro remedio, aun cuando lo hubiese para mí.
-¿Cómo estamos? -me preguntó algún tiempo después el buen fraile-. ¿Vamos mejorando? Porque si el mal persistiese -añadió- (y se me antoja que sí) volveríamos contra ellos con todo el poder que el Señor nos ha otorgado. Haylos, sin embargo, tenaces, y que se resisten (quizá obedeciendo a altos designios de la Providencia) a abandonar su presa, aun cuando se usen con ellos remedios supremos. En este caso, amigo mío, es fuerza resignarse, como a un castigo que acaso merecemos, al mal que nos aqueja; porque no se pueden contrarrestar las corrientes que vienen de lo alto, y lo único que resta que hacer al enfermo es ponerse a bien con el Todopoderoso, hacer vida ejemplar y esperar humildemente la muerte, ya que, con maleficios o sin ellos, nadie ha de verse libre de sus garras.