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-¡Berenice! ¡Berenice!

-¿Qué me quieres, zalamera? Aquí estoy. ¿Ya tornas de tu visita matinal al monte y al río? ¡Quién tuviera alas como tú!

Era ella, ella, la que a los gritos de la urraca acababa de aparecer en la ventana.

Aquí mis pensamientos se confunden, y se turba mi memoria... Te diré, sin embargo, que como en aquel momento no tenía sitio alguno en donde refugiarme para no ser visto, ella me vio, y me miró... me miró de la manera que ella sola sabe hacerlo, obligándome a que, como deslumbrado, cerrase maquinalmente los ojos. Pero bien pronto, aguijoneado por irresistible impulso, como el ciego que, tornando a ver, busca anhelante la luz que ha herido de nuevo su pupila, volví a abrirlos y la miré a mi vez. Yo ignoro lo que pude decirla con aquella mirada, y lo que con las suyas me dijo ella: ¡himno intraducible al humano lenguaje! Sólo sé que desde aquel momento, en el cual mi verdadera vida empieza, hemos quedado unidos para siempre.

Cuatro meses tardaron en abandonar el convento. La salud de Berenice reclamaba su permanencia en donde pudiese respirar frescos ambientes y campestres aromas, y yo fabriqué asimismo mi nido, como quien dice, entre los árboles de esta selva para no apartarme nunca de mi amada. ¿Tú sabes lo que es amarse como nosotros nos amábamos viviendo aquí? Pero... ¿cómo has de saber tú eso? Fueron semejantes días, siglos de placer para nosotros; pero no de placer de este mundo. Las estrellas tomaban parte en nuestros íntimos regocijos, y la luna nos acariciaba con sus rayos, siempre discretos, contándonos misteriosamente la divina historia de aquellos bienaventurados que al reflejo de su luz pudorosa gozaron anticipadamente en la tierra las inmortales delicias.

Las flores y las plantas nos conocían y hablaban con místico recogimiento cuando nos acercábamos a ellas; los pájaros se alegraban al vernos y la aurora parecía retardar algunas veces su salida para que no nos separásemos tan presto. En el mismo templo... ¡con qué recogimiento, mientras resonaban los sagrados cánticos, buscaba yo a Dios en alas de mi terreno amor, y cómo de esta manera me sentía más capaz de adorar al que todo lo ha creado! Allí fue en donde oí las solemnes promesas enviadas desde el cielo hasta mi corazón; las promesas eternas... ¿Qué importan, pues, los pasajeros vaivenes del mundo? Primero, ¡es verdad!, el agudo dolor que enloquece y asesina; después, el tormento sordo, constante, la fiebre lenta que consume; más tarde, la melancolía que nos acompaña hasta la muerte, y al cabo... al cabo el bien en toda su plenitud.

En una noche desabrida y oscura, a principios de noviembre, cuando como ahora el bosque se hallaba cubierto de hoja, en la cual se enterraba el pie con ruido misterioso, fuimos, buscándonos en la sombra, a decir por el momento ¡adiós! a nuestras citas en este paraje encantando y mil veces bendecido por ambos. Todo cambio es molesto por leve que sea, cuando nos hallamos contentos con lo que poseemos, sobre todo si ese cambio ha de robarnos aun cuando sea una pequeña parte de nuestro bien. Por eso, por más que teníamos por imposible que en adelante dejásemos de vernos, pues no habría humano obstáculo que pudiese impedírnoslo, por más que nos cabía la seguridad de que ella había de estar siempre conmigo y yo con ella, ambos nos hallábamos tristes aquella noche porque ya no nos sería dado bajar cada día al bosque bendecido y contemplarnos allí en no interrumpidos éxtasis, alumbrados ya por el sol, ya por la luna, y teniendo por únicos testigos de nuestros interminables coloquios todo lo que hay de más bello en la naturaleza: árboles, flores y pájaros; astros amigos que nos miraban cariñosos desde la altura, y dulces murmurios, silencio y misterio por doquiera.

Con las manos estrechamente enlazadas, mientras nuestras miradas se buscaban por instinto entre las tinieblas que nos envolvían, hubo un momento, aquél en que íbamos a separarnos, en que, no hallando palabras con que expresar el disgusto que de ambos se había apoderado, permanecimos silenciosos. Oímos entonces caer la lluvia con rara y triste armonía sobre las muertas hojas, y leves estallidos, que pudieran decirse dolorosos, producidos por los ya secos tallos de las plantas y flores marchitas que el viento iba tronchando en su vertiginosa carrera, llegaban por intervalos a nuestro oído, mientras el río, engrosado por las lluvias, rugía sordamente arrastrando en medio de las tinieblas, ¡quién sabe que ignoradas víctimas! Todo era oscuridad arriba y abajo. Sólo una estrella, brillando de cuando en cuando a través de las nubes, venía a reflejarse en los profundos charcos, apareciendo en el fondo, inmóvil y misteriosa, semejante a esas ideas fijas que moran escondidas y enclavadas en las almas a las cuales atormentan, sin que nadie más que la propia conciencia se aperciba de que allí existen.

Era aquélla la única luz, la sola claridad que se veía en toda la extensión tenebrosa de estas alamedas, que la noche llenaba de misterio, así como infundía en mí ánimo supersticiosos temores... ¡Dentro del pavoroso y negro marco que cerraba el líquido espejo, reflejaba aquella estrella, por cierto de una manera bien fatídica, su velado fulgor! Un perro empezó a aullar a lo lejos, percibí el aleteo frío y repulsivo del murciélago que giraba silenciosamente en torno a nuestras cabezas empapadas por la lluvia, y sobrecogióme un inexplicable temor. Seres ocultos hacían sonar calladamente en mi oído melancólicos ecos, inteligibles profecías...

-Recógete, amada mía -la dije, temiendo por ella, no sé a quien ni por qué-, la noche está cruda y tan triste como nosotros; lloran las nubes y las plantas tiemblan ateridas temiendo a la muerte que ronda en torno de ellas. Tú misma estás tiritando, bien mío... separémonos, pues ya que al fin ha de ser...

¡Y al fin nos separamos! Pero no sin que antes nos hubiésemos prometido que en tanto nuestros cuerpos tuviesen que sufrir los tormentos de la ausencia, no estarían ni un solo momento desunidas nuestras almas, sino que se buscarían y se darían amorosas citas, ya en este bosque, ya en algún otro paraje oculto que nos fuese querido: y así nuestra dicha no tendría tregua ni fin, pese a las contrariedades de esta misera y perdurable vida. Así sucedió, en efecto, y falta hizo en verdad que su espíritu y el mío tuviesen el don de atraerse el uno hacia el otro, y de juntarse a través de la distancia, porque los días pasaron y pasaron sin que hubiésemos tenido ocasión de volver a hablarnos ni una sola vez. Veíamonos a horas dadas y desde lejos, y escribíamos diariamente una o dos cartas interminables en las cuales nos dábamos minuciosa cuenta de nuestros actos, de nuestros pensamientos y de los deseos y ansias que nos acosaban, de cuanto, en fin, constituía la única dicha que nos ayudaba a soportar la vida en tan intolerable separación. Estas cartas llegaban invariablemente a nuestras manos tarde y mañana, gracias a los prodigios de habilidad que yo llevaba a cabo con ayuda de Berenice, y que la propia necesidad de ponerlos en práctica me sugería. Mas a pesar de todo esto, como el ético debe de sentir la calentura que lentamente le consume, sentía yo cada vez con mayor intensidad la nostalgia del pasado, la nostalgia de aquellos días y noches en los que oía su voz, aspiraba su aliento y estrechaba sus pequeñas manos entre las mías.

 
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