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Capítulo IV

Pasado breve rato, en un tono que cada vez tenía más de vago y fantástico que de real, pero que resonaba en los oídos de Pedro de una manera tal que le hacía estremecerse, Luis prosiguió diciendo:

-Tras de la muerte de aquella niña, a cuyo fin prematuro contribuí sin duda alguna; tras de la desaparición en la tierra de aquel ángel cuyos albos ropajes manché sin escrúpulo, y cuyo corazón hice pedazos, operóse otro nuevo cambio en mi existencia. Enemigos diversos dieron en combatirme; en la sombra, en el sol, en el agua y en el viento los sentía siempre a mi lado, en lucha consigo mismos y conmigo. Imposible me era huir su invisible compañía. El recuerdo de Esmeralda, así como también su espíritu, bullía entre ellos, persiguiéndome con tan fatídica tenacidad que no podía evocar la imagen de mi Berenice sin que la suya viniera a interponerse entre los dos, sonriéndome de aquella manera terrible con que antes de que su cuerpo reposase en el sepulcro me había sonreído: parece que había querido darme el último adiós, mirando con aquellos ojos sin brillo los abrazos con que mi alma se unía estrechamente al alma de mi amada. Ya muerta Esmeralda, me atormentaba más, mucho más que lo había hecho en vida... ¿Cómo podía ser aquello?

Acordéme entonces de los malos espíritus en que creía el fraile y de aquellos maleficios, aparecidos y fantasmas, de los cuales nuestros campesinos murmuran en silencio al pie del hogar, mientras el fuego que en él arde templa a la par que alumbra, de una manera a propósito para ver visiones y sombras los supersticiosos, el sombrío interior de sus chozas. Entreguéme entonces con ardor al estudio de las ciencias que aclaran tales misterios, por más que estén tenidas ya por absurdas, así como al de la historia y conocimiento de las supersticiones de todos los pueblos antiguos y modernos, y pude así llegar a comunicarme mas que nunca con todo aquello que no se ve, pero que está en perenne contacto con nosotros. Erré de noche por los cementerios; permanecí desde el toque de la oración hasta el toque del alba en el interior de los viejos templos; subí a la cima de las montañas, y me interné en lo profundo de esas cuevas misteriosas, en donde habitan los innumerables espectros del pasado, mezclados los gérmenes en incubación del porvenir. Y al cabo pude convencerme de que la superstición no desaparecerá nunca de la tierra en tanto la habite el hombre, así como existe desde que él ha existido, porque tiene su origen en él mismo, y en algo más también que la razón no podrá nunca medir, como tampoco explicar nuestras aspiraciones eternas hacia lo infinito. Sí, Pedro, nunca desaparecerá entre los que nacieron para morir la creencia de que los que aquí dejaron de ser vuelven algunas veces al mundo en espíritu, y aun que permanecen en él el tiempo que para castigo de sus culpas les envía Dios a vagar por los parajes en donde han pecado. No; no nos abandonan como parece los que aquí han perdido, por medio de la muerte, su corpórea forma, ni nada de cuanto Dios ha criado, como te indiqué ya, puede acabar para siempre.

Lee un día alguna de las hermosas tradiciones de nuestro país (que tengo guardadas como santa reliquia por hallarse impregnadas de los sentimientos y creencias que animan a nuestro pueblo), penétrate de su espíritu reconcentrándote en ti mismo, y llegarás a comprender en parte lo que te digo; no apelando a la ciencia ni a la fría razón, que son para el caso ciegas y sordas, y como quien dice su antítesis, sino únicamente al sentimiento, que es el único que tiene el poder de comunicarnos con lo que ni se mide ni se palpa y es invisible a los mortales ojos. El incierto reflejo de la lámpara que arde envuelta en la sombra ante el altar; la última mirada de un moribundo; las palabras incoherentes de un loco; el rayo de la luna que hace brillar un arma en el fango, o el canto de un pájaro en la soledad, nos hablan mejor algunas veces de las otras vidas y mundos, en donde se nos espera, que cuanto han escrito todos los filósofos, moralistas y sabios de la tierra.

Cuando supe todo esto y lo sentí en toda su realidad, ya no pude extrañarme de que Esmeralda se me hubiese aparecido después de muerta, con aquella sonrisa y aquella mirada que encerraban en su expresión algo eterno y tan misterioso como los secretos que guarda la tumba. No; no me extrañó ya... pero, ¿dejó de inquietarme? De ningún modo, ¡pobre de mí!, tanto más, Pedro, cuanto que desde que ella ha muerto mi pasión por Berenice, grande, aislada y poderosa como el destino, volvió a abrasarme de la manera más sublime y más criminal al mismo tiempo y aun temiendo a Dios y a los castigos que acaso me están reservados todavía, empece a hallarme otra vez (y lo estoy aún como nunca) dispuesto a faltar por ella, a trueque de recobrarla en este mundo, a cuanto es en el mundo sagrado para los hombres y para Dios. ¡Pero qué tormento para mí tan insoportable, ver que se interpone de continuo, entre el espíritu de Berenice y el mío, la sombra de Esmeralda que nos mira con aquella mirada suya que me hiela de terror y hace despertar en mi alma temores y remordimientos crueles! Es que Dios quiere poner así un dedo acusador en mi llaga y despertar mi dormida conciencia. Pero él sabe que desde que Esmeralda ha muerto, ¡tanto llegué a temerla!, intenté arrepentirme... ¿De qué, sin embargo ¿De ser yo de Berenice? ¿De querer que ella sea mía? Tendría el Supremo Hacedor que destruirme y volver a formarme de otra manera, para que dejase de amarla como la amo y desearla como la deseo. Y siendo ésta en mí tendencia natural, irresistible y ajena a mi voluntad, ¿por qué soy culpable de ella? Y sin embargo... siento que no obro bien abrigando en el alma un afecto, una pasión tan exclusiva, tan ciega, tan inmensa; algo me dice que debo combatir los insaciables deseos, las aspiraciones ardientes que me rompen el corazón, que devoran la vida y parecen roerme las entrañas... que me empujan yo no sé hacia qué oscuros y tenebrosos antros, y me detienen al borde de no sé qué abismos sin fondo. Y este grito de protesta que sale de mí contra mí mismo debe ser el de la verdad. ¿Qué hacer, pues...?, pero, ¿puedo yo hacer algo, por ventura, que no sea esperarla y amarla con frenesí? Y yo sé de cierto que he de verla todavía en este mundo, y pronto... muy pronto... ¡Oh, dulce Berenice mía! Mas... empiezo a dudar en cambio si seguiremos unidos en el otro... ¡Y qué horrible temor es éste... ahora que presiento que mi muerte está próxima!

-¿Qué sabes tú de eso? -exclamó Pedro, encubriendo torpemente la inquietud que a su pesar sentía, porque aquella tarde no tan sólo llegó a parecerle su amigo un ser de los más interesantes y extraordinarios, sino que en tales momentos creía encontrar en él un no sé qué de sobrenatural que le asombraba, que le causaba miedo y estupor.

En efecto, el semblante de Luis tenía entonces algo de esa expresión vaga y azorada que se nota en el de algunos agonizantes. Su belleza había tomado como un tinte fantástico que hacía estremecer.

 
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