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-¿A dónde se han ido? -pregunté con trémulo acento, dirigiéndome en son de reto al carpintero que vivía en la tienda de enfrente.

-¿Quiénes? -me contestó con aire un tanto estúpido mientras me miraba de una manera particular.

Con mi mano y mis ojos señalé hacia la casa porque la voz se me había anudado en la garganta.

-¡Ah! -exclamó entonces el buen hombre bostezando-. El padre va a Madrid, y la madre y la hija al convento de Conjo a pasar una quincena. En el pueblo hace ahora demasiado calor y no se divierte la gente. Todo el mundo huye menos el que no puede, como por ejemplo le sucede a este pobre que está usted viendo.

El sol brilló de nuevo radiante para mí al oír aquellas palabras, y el corazón que sentía oprimido momentos antes tornó a latir alegremente dentro de mi pecho. Casi sin darme cuenta de lo que hacía, volví bruscamente la espalda al carpintero y a paso largo me encaminé hacia este lugar, como un condenado después de desprenderse de las garras de Satanás se encaminaría hacia el cielo. ¡Ah!, confieso que aquel pequeño incidente me hizo volver en mí y pensar que ella y yo no existíamos todavía unidos en lo eterno, sino que estábamos aún sujetos a las mudanzas y vaivenes humanos. Y que así como impensadamente acababan de llevármela a sitio tan cercano, pudiera muy bien haber sido allá lejos, muy lejos, y perderse para mí en cualquier paraje ignorado. ¡Cuánto me horrorizó esta idea!

El tiempo estaba magnífico, era a principios de agosto, y bajo estos árboles cubiertos de espeso follaje gozábase en las horas del calor de un reposo y frescura reparadores. Pocos osan para venir a errar bajo estas umbrías, arrostrar antes de que llegue la tarde, el sol que cae a plomo sobre los campos y el camino que aquí conduce, y yo era, por lo tanto, el único dueño de esta hermosa soledad, en la cual su espíritu, cuando no ella, vinieron desde entonces a visitarme de continuo... Tres eternos días pasé sin que lograse verla, y sin poder decidirme a abandonar sino por muy breves momentos los alrededores del monasterio. A través de los árboles miraba sin cesar hacia las habitaciones, que bajo la mal segura techumbre se hallan todavía habitables, y a cada paso creía, latiéndome de placer el corazón, que iba a verla aparecer dentro del oscuro marco de alguna de esas viejas ventanas. Mas cuando al morir de cada tarde hallaba de nuevo frustrada mi esperanza, sentía una mortal congoja que en vano pretendería explicarte con mi fría palabra, y que me impedía abandonar estos lugares en los cuales se hallaba la parte más integrante de mi ser. Aquí pasé una tras otra noche errando por entre la espesura del bosque a la luz de la luna que, como dice el gran orador, me miraba desde la transparente altura, pálida como la muerte y triste como el amor ¡Oh...! ¡si supieras qué inexplicables secretos he sorprendido en el fondo de estas misteriosas frondosidades...! ¡qué cosas me han sido reveladas! No era el rumor de la brisa tal simple rumor que halaga únicamente el oído y agita con suavidad el ramaje, ni el árbol y la flor plantas que germinan, crecen y se secan para no retoñar jamás desde que han muerto, ni el agua corría fatalmente en su cauce ajena al encanto que presta a las riberas que baña, ni el peñasco que permanece inmóvil, o el guijarro que rueda impelido por ajena fuerza, eran cosas insensibles como las suponemos los hombres. Tras lentas evoluciones (en el fondo de mi alma ella era la intérprete de revelaciones semejantes), yo iba encontrando, en cuanto veía en torno mía, vida y fuerza propias, relacionadas con todo lo que siente y es inmortal. No; nada muere en el universo, nada de lo que Dios ha criado puede perecer, nada hay insensible sobre el haz de la tierra... ¡Todo vive, todo siente... el agua, la piedra, el viento... las constelaciones!

Calló Luis, mientras su amigo, que le contemplaba asombrado de la prodigiosa manera con que aquél fantaseaba y del acento de verdad con que revestía sus palabras pronunciadas con apostólico ardor, que no podía menos de conmover el alma del que le oía, llegó a imaginarse a pesar suyo que cuanto le rodeaba tenía, en efecto, sentimiento y vida; creyó oír hablar a las plantas, sonreír a las flores, y dijo para sí:

-Sin duda es contagioso el mal de Luis... por la manera al parecer cuerda con que afirma ser realidad y no sueño y quimera, sus extraños desvaríos.

Esta breve reflexión se hizo mientras Luis, después de algunos momentos de silencio, emprendió de nuevo su difusa y singular relación diciendo:

-Estoy divagando, lo conozco, y voy si puedo a concretarme a los hechos. Es lo cierto que la última de las tres noches que aquí pasé (anterior a la aurora más bella de mi vida), de tal suerte se comunicaron conmigo los espíritus de esta selva y me mostraron por medio de la luz de la luna, del perfume de la flor, del agua y de los rumores de los vientecillos, cuanto hay de grande y de eterno en el seno amoroso de la naturaleza que, cuando rayó el alba, semejante a aquel ermitaño que estuvo por espacio de siglos oyendo no sé qué cántico del cielo, yo me hallaba estático y absorto al pie de esas grandes losas que sirve de puente entre una y otra orilla del río, contemplando la sonrosada luz del alba, el agua que corría, y viendo por vez primera, a través de las cristalinas linfas, cosas sorprendentes e inexplicables en el humano lenguaje. Allá en el fondo sin fondo del diáfano espejo, al par que los altísimos robles y el espeso follaje que borda ambas riberas, reflejábanse asimismo los abismos celestes, incitándome a sepultarme en ellos por medio de tan halagadoras promesas y de atracción tan apacible y dulce que causaban vértigos. Ella, en tanto, me sonreía allá abajo, muy abajo, incorpórea, pero identificada con cuanto la rodeaba y formando parte de aquel ambiente y de aquel abismo que me atraía a su seno con melodiosos y secretos acentos... Contemplar la celeste bóveda extendiéndose sin límites sobre nuestras cabezas es grande, sin duda, y eleva el espíritu a regiones altísimas; pero verla a nuestros pies reflejándose en el húmedo espejo del agua transparente es una verdadera tentación para los que desean abandonar la tierra o ir en busca de algo que aquí no pueden hallar. ¡Oh, si uno pudiera caer tan hondo como parece mentirnos el agua traidora...! ¡Pero no hay tal mentira... se cae más hondo... más hondo todavía...! Dejemos esto, sin embargo.

Hallábame yo así absorto, cuando el vuelo de un pájaro que pasó rozando sus alas con mi frente, inclinada hacia el río, me hizo levantar la cabeza estremecido por no sé qué extraña emoción. Era una lindísima urraca, la que con su ala tocara mis cabellos, yendo a beber después en la corriente pura, a algunos pasos más adelante. Por sus graciosos movimientos y por el brillo de su plumaje logró desde luego despertar mi atención, y la seguí con la mirada desde que, apagada su sed, fue a posarse en la rama de un vetusto roble. Entonces, sin cesar de mover con gracia y coquetería su pequeña cabeza, empezó a decir con pronunciación tan clara que parecía cosa de milagro o hechicería:

-¡Berenice...! ¡Berenice...!

Yo la escuché, sorprendido primero y con raro placer después. ¡Aquel extraño nombre sonaba tan armonioso en mi oído! «¡Berenice!, ¡Berenice!», repetía yo con el ave en tono fervoroso como el que pronuncia una oración. Y fui siguiendo maquinalmente a la parlera urraca, que, tras de caprichosos vuelos, concluyó por posarse en una de las ventanas bajas del convento, repitiendo más clara y distintamente que nunca:

 
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