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-Lo eterno no puede morir -replicó Luis con acento profético-; por eso, aun cuando en aquellos momentos de indecible sorpresa me sentí vacilar y agonizar, no tardó mi destrozado corazón en volver a sus creencias y a su fe. Porque... yo te lo digo, Pedro, no es posible inspirar una pasión como la que yo siento por ella y ser ajeno e indiferente a aquéllos que para siempre hemos encadenado a nuestro destino; ni puede, en absoluto (así lo creo firmemente), depender de nosotros la vida, la felicidad, la eterna esperanza de una criatura, aun la más miserable, sin que deje de existir entre nuestra naturaleza y la suya cierta íntima y secreta relación, cierta fuerza oculta que nos liga a ella, aun cuando no nos apercibamos de que las ligaduras existen, y aunque nos imaginemos hallarnos a una distancia insuperable de quien nos llama y desea como el ciego desea la luz y las flores el calor del sol.

-Ilusiones, todas ilusiones -repuso Pedro-. Yo creo, por el contrario, que si existen realmente fuerzas secretas que pueden influir en nuestros destinos, esas fuerzas nos separan precisamente de los que nos aman y nosotros amamos, y nos separan con una crueldad que hace pensar con cierto supersticioso temor en la preponderancia y dominio del mal sobre el bien.

-Eso mismo pensaba yo en otro tiempo, pero no ahora en que ideas bien diversas son para mí como artículo de fe de que no es posible dudar. Por aquellos días, sin embargo, yo también vacilaba como el más ignorante y mísero, y cuando la amiga de Berenice se alejó dejándome entregado al infierno de mi pensamientos, la maldije como a mi más encarnizado enemigo. ¿A qué me había hecho saber lo que, ¡dichoso de mí!, ignorara hasta aquellos momentos que cuento entre los más dolorosos de mi vida? Verdades hay, Pedro, que no debieran sernos nunca reveladas. ¡Santa ignorancia aquélla que nos aduerme en una engañosa felicidad! Decidle a una madre: tu hijo ausente ha muerto; decidle a una esposa: tu marido te engaña; decidle a una mujer de esas que se han entregado en cuerpo y alma por entero y para siempre a un solo hombre: nunca has sido amada, sino burlada y vendida; ¿para qué? ¿Quién desearía saber tales cosas mientras pudiesen permanecer ocultas a sus ojos, en el misterio? En vano, sin embargo, pretenderíamos huir al castigo a que en lo alto se nos ha sentenciado, porque los velos más espesos se rompen ante nosotros, que tenemos que ver lo que escondían. Ábrense los duros peñascos y hablan los muertos para mostrarnos el engaño, el abismo, la mentira, para hacernos oír la verdad que ha de sumirnos en negra desesperación. Tal me sucedió a mí, viéndome precisado a escuchar lo que venía a arrancarme el único consuelo que en mi abandono me restaba: la creencia de que había sido verdadera e intensamente amado por ella. Tras de un doloroso despertar, otro más doloroso todavía; tras de la ingratitud la indiferencia, el escarnio, el olvido... Porque es de esa manera que apenas la mente concibe sin espanto, cómo la mano oculta viene a herir en lo vivo a aquéllos cuyo pecado consiste en haber amado mucho a alguna criatura, sin acordarse de que hay algo más grande a quien debemos la adoración que por un ser puramente terreno le hemos negado... ¡Y qué horribles son esos castigos cuando el objeto de tu idolatría es el destinado por la Providencia a hacértelos sufrir! Porque tú querrías andar por el mundo pobre, errante, humillado y enfermo, con tal de que hubieses de soportar estos males teniendo a tu lado al ser por quien todo lo hubieras dado y perdido; pero he aquí que, sonriéndote la gloria, la juventud y las riquezas, todo eso te sobra, porque aquélla a quien adoras de rodillas y por quien todo lo ambicionas te falta, te odia, te huye y se burla de ti... ¡Espantoso... muy espantoso es esto, Pedro! Sentí yo todo el peso de semejante desventura cuando vi que la amiga de Berenice se alejaba dejándome con la ponzoña en el alma, y no pude menos de volverme contra el cielo, y viéndome así tan maltratado, acusar de cruel al autor del universo.

-¡Levantaos, muertos! ¡Venid a decirme que soy un blasfemo, un impío, y llevadme después con vosotros a los lugares en donde es inacabable la pena o termina el dolor, y reina la verdad y luce el eterno día! El mundo en que vivo es odioso y le maldigo una y mil veces.

Así exclamé golpeando con mi planta las tumbas, que permanecieron cerradas, como si en ellas no hubiese más que inanimado polvo, mientras los guardias de la catedral, envueltos en sus hopalandas negras y rojas, pasaban a mi lado, iban y venían encendiendo los cirios y aventando sosegadamente el fuego de los incensarios, como si desde que la catedral es catedral existiesen tan sólo para ejercer, como máquinas vivientes, aquellos actos eternamente repetidos de la misma manera. Aquellos hombres que pasan tranquilos la existencia viendo correr los monótonos días a la sombra de aquellas severas naves que parecen guarecerlos contra lo más recio de las tempestades mundanas, aquellos hombres no tenían el sublime cuanto triste privilegio de amar como yo amaba. ¡Cuánto envidié entonces su uniforme existencia...!

De pronto sentí deseos de huir, y del claustro pasé al templo, yo no sé si con la intención de insultar cuanto había en él de más sagrado. Pero a mi oído llegó el eco de los violines que gemían en la alta tribuna con acento entre sublime y desgarrador, y cambió para mí la escena. Imagíneme que las bóvedas de granito iban a desplomarse sobre mi dolorida cabeza, y creyendo llegado mi fin (tan intenso era el dolor que me taladraba el corazón) me apoyé contra un sepulcro para esperar la muerte. Las notas tristísimas que el arco arrancaba a las cuerdas del violoncello y de los violines parecían asimismo que me arrancaban el alma, y trémulo, sintiendo que mi cuerpo se helaba poco a poco y que se doblaban mis rodillas, me tuve por dichoso, creyendo que iba por fin a acabar mi carrera en el mundo en medio de aquella tristísima pero dulce agonía. Mas... callaron de pronto los violines, y las salmodias de los monaguillos y canónigos dieron comienzo, resonando en mis oídos rudas como un canto primitivo y monótonas como una existencia sin ideales ni ilusiones.

Había cesado el encanto, y aquellas salmodias me despertaron desagradablemente a la vida, que no quiso todavía abandonarme. Yo te aseguro, sin embargo, que nadie puede morir, por grandes que sean sus dolores morales, cuando salí vivo del templo y me hallo aquí todavía. Si el dolor pudiera pesarse, ¡cómo habríamos de admirar entonces las colosales fuerzas de algunos espíritus, la poderosa energía de algunas almas nacidas y templadas para el sufrimiento!

 
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