https://www.elaleph.com Vista previa del libro "El primer loco" de Rosalía de Castro (página 4) | elaleph.com | ebooks | ePub y PDF
elaleph.com
Contacto    Sábado 18 de mayo de 2024
  Home   Biblioteca   Editorial   Libros usados    
¡Suscríbase gratis!
Página de elaleph.com en Facebook  Cuenta de elaleph.com en Twitter  
Secciones
Taller literario
Club de Lectores
Facsímiles
Fin
Editorial
Publicar un libro
Publicar un PDF
Servicios editoriales
Comunidad
Foros
Club de lectura
Encuentros
Afiliados
¿Cómo funciona?
Institucional
Nuestro nombre
Nuestra historia
Consejo asesor
Preguntas comunes
Publicidad
Contáctenos
Sitios Amigos
Caleidoscopio
Cine
Cronoscopio
 
Páginas 1  2  3  (4)  5  6  7  8  9  10  11  12  13  14  15  16  17  18  19  20  21  22  23  24  25  26 
 

-Pero... antes de todo... dime, porque me aguijonea la impaciencia de saberlo, ¿cómo pudiste prestarte a tan ridículas pruebas...?

-Ridículas... sea; ya irás comprendiendo poco a poco. Berenice... Berenice es una mujer a quien he amado, a quien amo, a quien amaré mientras exista algo mío, una sola partícula, un solo átomo de mi ser en este mundo o en otro cualquiera.

-Berenice... ¿Berenice has dicho? ¡Dios poderoso! ¡Permíteme que te interrumpa! ¡Berenice.... algo he oído de eso que no puedo recordar bien pero que ha dejado en mi ánimo una impresión harto desagradable... Sí, juraría que no me engaño. Berenice era una joven que se contaba entre las de alta alcurnia, por más que muchos pusiesen en duda la limpieza de su sangre azul, y que se juzgaba elegante por la sola razón de que vestía con inusitado lujo; que quería se la tuviera por inteligente y sensata, siendo simplemente fría y altiva; que pretendía, en fin, pasar por la más interesante y hermosa de las mujeres, y apenas si podía incluírsela en el número de las bonitas.

-Estás blasfemando, Pedro -le interrumpió Luis con melancólica sonrisa.

-¿Es decir, que he acertado? -prosiguió Pedro con ironía-. ¿Qué es de aquella criatura insípida, henchida de sí misma y vacía de sentimientos y casi de ideas de quien hablas, Luis...? ¿Es ella, pues, la mujer a quien dices que amas y amarás mientras vivas...? ¡Horrible, muy horrible si fuese verdad!

-¡Oh, Berenice, Berenice de mi alma! ¡Qué saben ellos, profanos, lo que tú eres y vales...! ¡Cuánto hay en ti de belleza única, divina... incomprensible!

Así exclamó Luis sin demostrar enojo hacia su amigo, pero con una ternura y fervor tan profundos, con tan verdadera unción y beatífico recogimiento, que Pedro, no menos asombrado que suspenso, enmudeció lleno de respeto.

Después de algunos momentos de silencio, Luis prosiguió diciendo:

-Yo había galanteado a varias mujeres, y aun sospechaba si en otro tiempo no había amado a alguna, pero era engaño. Sólo desde que la vi, empecé a estar triste y a conocer la fuerza de esa pasión llamada amor (que es, como si dijéramos, el principio, el germen de la vida), cuando este amor es verdadero y arraiga en el corazón alimentado por la irresistible simpatía y los fluidos misteriosos de un cuerpo que nos atrae; por las puras y ardientes aspiraciones del alma que anhela unirse a otra alma que la llama hacia sí con incontrarrestable fuerza; por los instintos naturales de la carne, y todo aquello que da a la vez gusto a los enamorados ojos, aliento al espíritu, y alas al pensamiento para remontarse al infinito, origen y fuente de ese sentimiento inmortal que nos domina. No siempre, sin embargo, o más bien dicho, muy pocas veces encuentra el hombre el ideal por que vive suspirando desde el momento en que empieza a entrever los divinos contornos del alado niño, tras del cual está destinado a correr sin descanso, mientras un átomo de juventud anime su cuerpo, ya acaso decrépito. La mayor parte de las veces, el amor toma en nuestra naturaleza el carácter de enfermedad crónica, que se revela de diversas maneras y que sufre diferentes transformaciones a medida que los años avanzan, sin que logremos calmar las inquietudes y la sed eterna de goces inmortales que en nosotros produce. Es entonces cuando malgastamos nuestras riquezas de juventud y vida, de fe, de ilusiones y de esperanzas con cada mujer que nos sale al paso, y a la cual adornamos con gracias que sólo existen en nuestra fantasía, para huir desengañados en busca de otras y otras que hemos de abandonar bien presto de la misma manera, ya doloridos y llenos de desaliento, aunque contumaces siempre en el mismo pecado, ya cada vez menos sensibles a lo ideal y más encenagados en lo impuro. ¿Pero, acaso, Pedro, tenemos la culpa de tales cosas? Vamos en busca de lo nuevo porque no nos ha satisfecho ni llenado lo que hemos ido dejando atrás; porque hay una fuerza interior que nos impele a ir más lejos, siempre más lejos, en busca de aquello a que aspiramos, de nuestra otra mitad, del complemento de nuestro ser. Muchos no aciertan con él jamás, y ruedan así despeñados de escollo en escollo hasta el fin de sus días; pero en cambio, los que como yo le han hallado, detiénense fatalmente en un punto sin que ya les sea dado avanzar un solo paso. ¿Ni para qué necesitarían ir más allá? Tal me ha sucedido a mí con Berenice, quien desde el momento en que la vi, fijó irrevocablemente mi destino.

Bien ajeno de lo que iba a pasarme, fui a vivir frente por frente de su casa, cubierta por aquel entonces de enredaderas y emparrados como la gruta de una ninfa. Aquellas enredaderas eran como un símbolo que no entendí al pronto; pero no tardé en darme cuenta de lo que por mí pasaba, pues a los dos meses de haberla visto llegar y tomar posesión de aquel encantado nido, pude convencerme de que era para siempre suyo en el tiempo y en la inmensidad.

En todo mi ser, en mis ideas y costumbres, operóse un cambio completo; fui otro hombre, y las gentes empezaron a mirarme de una manera extraña y llena de curiosidad cuando pasaban a mi lado. Debían trasver en mi semblante algo como un resplandor misterioso, producido por la divina llama que ardía oculta en mi seno santificándolo. Comprendí, sin embargo, que jamás sería capaz de decir a mi ídolo te amo. Esta palabra, después de todo, significaba bien poca cosa para lo que yo hubiera querido expresar y sentía dentro de mí.

¡Te amo! Esto se lo había yo repetido infinitas veces a otras mujeres, y casi me parecía una profanación tener que usar con aquella criatura semi-divina el mismo común lenguaje que con las que eran únicamente vulgares hijas de Eva. Tampoco me preguntaba a mí mismo (no podía atreverme a tanto) cómo iba a vivir así, con mi inmortal pasión, sin morir y anonadarme. Para mí había dejado de correr el tiempo, sólo existía Berenice, es decir, el universo, la eternidad, el todo concentrado en ella. Porque yo no sé cómo confundía y confundo aún su imagen y su espíritu con lo que fue, es y ha de ser, con lo que pienso, siento y veo; ella está en mí y en cuanto me rodea.

Por mucho tiempo ignoré cómo la llamaban las gentes (no quería hablar de mi otra mitad a alma nacida, ni darle yo un nombre); era ella y me bastaba... Pero... ¿se había fijado en mí? ¿Habría adivinado...? No puedo explicarte ahora la especie de supersticioso temor que me embargaba el ánimo al suponer si llegaría a notar cómo mis ojos se fijaban en ella y acechaban de continuo el momento en que podrían verla, con una ansiedad y pertinacia incansable. Yo estaba casi seguro, sin embargo, de que ella nada veía ni sabía de mí, y temía instintivamente a sus miradas, como se teme al rayo y a todo aquello que es más poderoso que nosotros. La adoraba de hinojos y en silencio, la amaba a escondidas y vivía de ella sin pensar en pedirla cosa alguna. ¿Pedirla...? ¿Qué? Si era mía, si me pertenecía para siempre. ¡Pedir!

Una mañana al dirigir como de costumbre mis miradas hacia su casa, vi puertas y ventanas herméticamente cerradas. El sol se oscureció de repente ante mis ojos, por más que brillase entonces con todo su esplendor; hasta que pasados los primeros momentos de sorpresa, desconcertado y aturdido, bajé precipitadamente a la calle para convencerme de que no me había engañado. Rondé en torno del desierto nido y hasta me atreví sin disimulo alguno (no era capaz de tenerle entonces) a empujar la cerrada puerta y poner mi oído sobre el hueco agujero de la llave, pero en el interior de aquella morada reinaba un silencio sepulcral.

 
Páginas 1  2  3  (4)  5  6  7  8  9  10  11  12  13  14  15  16  17  18  19  20  21  22  23  24  25  26 
 
 
Consiga El primer loco de Rosalía de Castro en esta página.

 
 
 
 
Está viendo un extracto de la siguiente obra:
 
El primer loco de Rosalía de Castro   El primer loco
de Rosalía de Castro

ediciones elaleph.com

Si quiere conseguirla, puede hacerlo en esta página.
 
 
 

 



 
(c) Copyright 1999-2024 - elaleph.com - Contenidos propiedad de elaleph.com