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Capítulo III

Proseguí, sin embargo, volviendo al bosque, pues como cosa de milagro tornara a familiarizarme con cuanto allí había sido en otro tiempo grato a mi corazón. Tras de las locuras a que solía entregarme en la ciudad, venía aquí, como quien dice, a reparar mis fuerzas y a saborear el recuerdo de mis abominaciones y venganzas. Bajo la sombra de estos robles hallaba siempre a Esmeralda, que me salía al paso los primeros días en que nos conocimos para preguntarme cómo iba de mi herida y después por el estado de mi salud; porque aquella pobrecilla se había empeñado en creerme enfermo a pesar de que nunca me oyó quejar de cosa alguna.

Me parece haberte dicho que me había vuelto repentinamente poco menos que perverso. Tan cambiado y tan fuera del centro en que había vivido me encontraba que me desconocía a mí mismo. No acertaría, por lo tanto, a explicarte cómo dejé que Esmeralda llegase hasta mí, ni que maneras y lenguaje pude emplear con aquella muchacha que no parecía campesina ni por lo delicado de su belleza, ni por el señorío de sus maneras, ni por la calidad de sus sentimientos. Lo que sí comprendí desde luego, pues era como vaso en que todo se transparentaba, fue que sentía hacia mí una de esas atracciones fatales que nos llevan tras de un ser dado, como la corriente lleva a la hoja marchita hacia el mar, y el viento la arista hacia el río.

Hasta ignoro la hora y el día en que empecé a hacerla cómplice de mis iniquidades, porque el estado de sobreexcitación en que me encontraba era de esos que no nos permiten recordar los casi irreflexivos actos a que se entrega el hombre a quien las furias infernales tocaron con sus manos. Como aquellos a quienes la embriaguez producida por la cerveza sume en un estado de sombría exaltación, poseíame de continuo secreta saña contra todo ser viviente, siendo aquella en quien me vengaba con mayor crueldad de mis no interrumpidas decepciones la pobre y enamorada niña que, recordándome a Berenice, enconaba mis heridas tornándome duro, extravagante y brutal con ella.

-¡Eso es inaudito! -exclamó Pedro.

-No; muy propio quizá de nuestra defectuosa naturaleza. Ninguna compasión, ningún respeto me inspiraban entonces ni su humildad de corderillo, ni su casi infantil candor, porque en la vida a que desde hacía algún tiempo venía entregándome había aprendido a despreciar a las mujeres. Me inspiraban profunda aversión las amaestradas en amorosas lides, y tedio y aburrimiento las que eran todavía como cerrados y virginales capullos. En éstas me parecía insoportable lo que yo llamaba su imbécil candidez y su insípida inexperiencia, y en las otras érame odiosa la gazmoñería de las unas y la impertinente jactancia que de sabias y experimentadas hacían las demás. Ninguna, absolutamente ninguna, había logrado disipar ni por un momento mis eternas tristezas. En cambio todas me parecían odiosas, y Berenice, más irreemplazable, más divina que nunca, se me representaba entonces avivando en mi corazón aquellos deseos inmortales que por ella me consumían.

Precisamente, y acaso para mayor castigo mío, era Esmeralda la que en aquel mismo bosque, testigo un día de mi felicidad, me la recordaba de un tan doloroso modo, que era para mí en ocasiones un verdadero tormento el permanecer a su lado, pues había algo en aquella criatura que me atraía, y algo que me la hacía aborrecible, ya que al tocarla encontraba en ella el desconsuelo, la nada, el vacío.

-¿Por qué, por qué me la recuerdas tan vivamente, si entre tú y ella media la inmensidad? ¡Si ella es el complemento de la celestiales dichas, y tú sólo lodo y podredumbre!

Así prorrumpía yo algunas veces lleno de cólera y arrojando con dureza lejos de mí a la desventurada Esmeralda, cuando por un movimiento irreflexivo había caído en la tentación de manchar con mis labios su frente de niña. Lloraba ella entonces en silencio llena de desconsuelo, aun cuando no comprendiese ni midiese bien el alcance de mis salvajes acciones, pero bien pronto, si la llamaba de nuevo y la permitía tocar mis vestidos o besar mis manos, la alegría tornaba a su pobre corazón y se enjugaba el llanto cual si jamás hubiese corrido de aquellos cándidos ojos lágrima alguna.

¿Por qué no me despreciaba? ¿Por qué no me odiaba y huía de mí para no volver más? Es que el destino, la fatalidad, la desgracia, la habían ligado a mí con inquebrantables lazos y héchola mi esclava sin que me importase, ni ella se diese verdadera cuenta del por qué y cómo me amaba, perteneciéndome en cuerpo y alma como yo a Berenice... ¡Oh, eterna lucha de la vida! ¿No hay algo en esto que amedrenta, que la razón no puede medir y que hace pensar en la realidad de otras existencias mejores, ya que en ésta estamos condenados a ir de contino en pos de lo que nos huye y a huir de lo que nos busca? Aquella niña quería beber en mi boca la muerte y aborrecía en brazos de otro la vida.

Un día vime precisado a abandonar Compostela; mi buen tío el sacerdote, que desde mi temprana orfandad me sirviera de padre cariñosísimo y de excelente y sabio amigo, me llamaba, como quien dice, desde las puertas del sepulcro. Tan pronto Esmeralda tuvo noticia de mi inevitable partida, su sorpresa y desconsuelo fueron inmensos, tanto que llegó a causarme verdadera inquietud. Sin duda ella no había pensado jamás que pudiese llegar un momento en que tuviésemos que separarnos. Acostumbrada por espacio de un año a la felicidad de verme diariamente, no se cuidara del nebuloso porvenir, tan incierto para todos, y dormida en su lecho de rosas ni siquiera se había atrevido a pensar que las rosas tienen también agudas espinas que hacen derramar sangre al que las arranca del rosal. Como atontada, resistíase a creer que yo iba a partir y dejarla, y sólo cuando vio que la decía adiós e iba a quedarse sola, fue cuando, poseída de una especie de frenesí, se agarró con fuerza a una de mis manos exclamando:

-Pero es verdad, ¡pobre de mí! ¿Y qué voy a hacer yo ahora? No; no puede ser, no me deje usted, porque me moriré de pesar.

Había tal acento de verdad en aquellas frases y tal aflicción se revelaba en el rostro de la inocente criatura, que me vi obligado a prometerla que la escribiría y que volvería muy pronto. Esta esperanza pareció darla algún ánimo; empeñóse en regalarme un escapulario que traía consigo y tenía en grande estima, a fin de que la Virgen María me librase en el camino de todo peligro, y después de verme obligado a permitirla que me besase repetidas veces las manos pude al fin alejarme dejándola bañada en llanto.

Cuando llegué al lado de mi buen tío, comprendí que la vida se extinguía aprisa en aquel cuerpo ya casi inerte, y no pude ocultar el profundo disgusto que se apoderó de mi ánimo; con él perdía el único ser que se interesaba por mí en la tierra.

-No te aflijas -me dijo con cristiana resignación al notar mi pena-, la muerte es el término natural de la vida humana, y a mí, hijo mío, empezaba a hacérseme necesaria por ser ya el único remedio que pueden tener mis padecimientos. Por fortuna te dejo hecho un hombre, lo cual en cierto modo me tranquiliza; mas, para que pueda morir completamente en paz por lo que se refiere a tu porvenir, tengo que pedirte un favor que espero has de conceder a quien, después de haberte servido de padre, no quiere partir para la otra vida sin cumplir los deberes que para contigo se ha impuesto.

 
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