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Era verdad, ¡horrible verdad! Berenice se había unido a aquel gigante entre sajón y salvaje; si su alma era mía, a él había entregado o vendido su cuerpo santificando el abominable contrato por medio de un inicuo juramento. ¡Mi pobre niña... mi ángel custodio en brazos de aquel bárbaro, que hacía recordar los feroces guerreros germánicos, con sus cabellos rojos y sus manos y sus pies de gigante! ¡Mi diosa, mi ídolo, mi pequeñuela, tan graciosa como una hada; tan espiritual, tan sensible, tan pura y tan mía, satisfaciendo los brutales deseos de aquel animal de carnes rojas y alma de piedra!

Nunca había sentido yo celos de la que mi alma poseía plenamente, ni imaginara siquiera que podría llegar nunca a tenerlos; hay suposiciones que casi pueden tenerse por crímenes. Yo confiaba en ella como confían los fatalistas en el destino y los creyentes en Dios, cuyas promesas no pueden dejar de cumplirse. Berenice era lo que decimos mi ab-eterno, y es inmutable lo que allá se ha ordenado; por eso sigue perteneciéndome... pero... dejemos ahora esto. Te decía que nunca había tenido celos de ella, y que hasta me creía exento de esa pasión, castigo el más horrible de los pecados del amor, y que es fuerza que sufra todo el que ama con exceso, a fin de que la tierra, tal cual Dios lo dispuso, no sea lugar de placer en el que le olvidemos sino de expiación y de tránsito nada más. Desde el momento, pues, en que a vuelta de oírlo y de pensar en ello, y, sobre todo, de no verla en parte alguna, pude penetrarme de que ella era materialmente de otro, de que había huido, ese terrible mal de los celos, al cual había creído poder sustraerme, me hirió como a ningún otro ha herido. En mi corazón acumulóse de repente la esencia mortífera de todos los dolores, y empezaron a devorarme cuantos horrendos deseos puedan atormentar a los hijos de la muerte. Deseos inspirados por el odio, por la venganza, por.. ¡no he de decirlo, no...! deseos, en fin, que entrañaban en sí el pecado, el desorden, el crimen.

Para mí no había sueño, ni sueños, aborrecía el día y me asombraba la noche.... ¡Oh...!, la noche... ¡Dios mío...! Porque era entonces cuando después de atravesar el mar entraba en la nupcial alcoba, y a la luz dudosa de la discreta lámpara, veía las caricias que aquel bárbaro le prodigaba a la siempre virgen de mi amores purísimos. Aquello era espantoso.... un tormento sin alivio ni fin, una agonía lenta que me hacía prorrumpir en abominables blasfemias. ¡Ay! Yo no sabía a dónde ir ni qué hacer con mi pobre cuerpo tan fatigado y dolorido, y dentro del cual el torturado espíritu se retorcía en horrendas convulsiones sin lograr salir de su cárcel. Para cualquier otro, la muerte hubiera sido el único y supremo remedio a tan incurable pesadumbre, mas para mí, que me hallaba iniciado en los secretos de nuestra manera de ser aquí y allá, no era solución ninguna. Además, quería volver a verla en este mundo, a estrecharla contra mi corazón. Ya no me bastaba su alma, quería a todo trance poseer también su cuerpo que otro me había robado; la necesitaba toda... toda para mí solo: tenía pues que esperar a que volviera si acaso yo no podía ir a donde ella se encontraba.

Luis volvió a guardar silencio, pero sus labios se agitaban convulsivamente, chispeaban sus pupilas y rechinaba los dientes..., creeríase que iba a ser presa de una terrible convulsión. Asustado Pedro, aun cuando disimulando su temor, suplicó a su amigo que descansase algunos momentos.

-No, no... repuso éste... siento hoy un cruel placer en recordar todo aquello, y voy a proseguir.. es una historia al parecer muy extrañar la que te cuento... escucha.

 

 

 

 
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