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-No te he escrito ni he dejado que me vieras, porque a nada conducía ya que te viera ni te escribiera.

-¡Que no conducía a nada...! -murmuré como un idiota-. Explícate; no entiendo una palabra de lo que me dices... Sin duda deliras como yo he delirado, mi idolatrada niña. ¿No sabes que estamos unidos para siempre... para siempre jamás? Y cogiéndola las manos aquellas manos mías, se las besé con frenesí.

Ella entonces, mirándome impaciente como si la incomodase oír mis cariñosas frases, pero compasiva al mismo tiempo pues sin duda tenía en cuenta mi fe ardiente en la mancomunidad de nuestro destinos, me atrajo hacia una esquina del jardín en donde nadie podía vernos, y me dijo:

-Luis, ten valor; es preciso que me perdones y me olvides para siempre... éstas son cosas de la vida que duelen al pronto y que se olvidan después. Ahora soy yo la que te deja; mañana es posible que fueses tú el que me dejases a mí; desde que hay hombres en la tierra ha sucedido siempre lo mismo. Ya te irás consolando poco a poco; ya amarás a otra, y aun a otras... perdóname y olvídame... confieso que no soy digna de ti.

Y aproximando la frente a mis labios, añadió:

-¡Adiós! Dentro de poco sabrás lo que todo esto significa.

Y me dejó solo... solo... solo para siempre.

Al decir esto, con ronco acento y en el crescendo de la desesperación, desprendiéronse de los ojos de Luis gruesas lágrimas que bañaron su rostro pálido, como pudieran bañar el de una estatua. Diríase que sus ojos era lo único que en él lloraba, permaneciendo el resto ajeno al llanto, que parecía manar de misteriosa y amarguísima fuente.

Pedro se hallaba a su pesar conmovido en parte, en parte también violento y deseando que diese término a una historia que no tenía de nueva ni de notable más que las semifantásticas redundancias con que el protagonista la adornaba, así como la manera interesante y expresiva con que sabía relatarla. Respetando, sin embargo, el verdadero dolor que aquellos recuerdos producían en el alma de su amigo, se limitó a observarle en silencio, dejándole en absoluta libertad de alargar o acortar la ya interminable narración.

-Al oír las terribles palabras -añadió Luis-, con que Berenice se despidió de mí, quedé al pronto anonadado, sin voluntad propia, sin conocimiento real de lo que hacía y sentía. Ni sé cómo pude despedirme de la buena señora que tan indulgente se había mostrado conmigo, ni ella, temiendo sin duda mortificarme, me lo dijo jamás. Cuando desperté del estado de idiotismo en que había caído, me hallé en mi cama, débil hasta el punto de caer como un beodo si intentaba ponerme en pie. Tuve, pues, que permanecer largos días encerrado en mi gabinete, sin ver otra persona que la que me asistía y procurando por todos los medios posibles restablecerme, a fin de recobrar con la salud la perdida libertad. Por lo demás, el recuerdo de cuanto me había sucedido con Berenice se hallaba tan confuso en mi memoria como el de una de esas horribles pesadillas cuyos detalles se borran de nuestro pensamiento tan pronto despertamos, dejándonos únicamente rastros de la angustia con que nos han oprimido.

-¿He delirado en mi enfermedad? -pregunté un día a la persona que me cuidaba.

-Mucho -me respondió.

-¡Gracias a Dios! -dije entonces para mí con cierta alegría-. Todos esos confusos recuerdos que a veces parecen querer asombrarme, asomando el torvo rostro al lado del rostro divino de Berenice, no son más que fantasmas inventados por mi mente calenturienta. He estado gravemente enfermo sin saber que lo estaba, y de ahí explicado el misterio. ¡Dios mío, qué horribles cosas he visto y sentido! ¡Pobre naturaleza humana! ¡Hasta qué tristísimo y deplorable estado es capaz de descender!

La idea para mí halagadora, y que acepté como verdadera, de que si algo doloroso recordaba haberme pasado con Berenice era pura ficción de mi fantasía, contribuyó a restablecerme mucho antes de lo que nadie hubiera esperado; pero yo no sé, a pesar de todo, qué luto interno cubría mi corazón. Tampoco, a pesar de mis poderosos esfuerzos de voluntad, me era ya posible representarme la adorada imagen de mi amada en la misma forma que lo hacía antes de haber estado enfermo. Un espectro descomunal, anguloso, descalabrado, venía a interponerse entre nuestras dos almas y las impedía aproximarse la una a la otra, haciéndome sufrir de tal suerte que me parecía estar delirando aún.

-¿Sabrá que he estado enfermo? -me preguntaba a cada paso-. ¡Cuánto debe haber sufrido mi pobre ángel! Pero... ¿por qué...?, ¿por qué su espíritu no viene a consolarme como en otros días? Dijérase que lo que en el extravío de mi razón me he imaginado ver pudo influir de alguna manera en nuestros destinos.

El día en que por primera vez pude salir a la calle para ir a verla, me asaltó de súbito una impresión de terror que no pude explicarme. Como aquél que tras largo viaje, al regresar al hogar querido, tuviese el presentimiento de que no iba a encontrar más que una tumba vacía, apresuré el paso temblando y me hallé bien pronto al pie de su casa, la cual estaba herméticamente cerrada. ¿Habrán ido a Conjo...? ¡Increíble felicidad! Pero apenas si empezaban a asomar los primeros brotes en las ramas de los saúcos, y no era tiempo todavía de que los hijos de la ciudad pudieran hallar en el campo las delicias que en más benignas estaciones les promete. Todo esto lo pensé en un segundo, sintiendo al mismo tiempo que aquel luto interno que cubría mi alma acababa de tomar espantables proporciones. Inmediatamente vine aquí, y sin poder contener el marcado y peligroso desasosiego que de nuevo empezaba a apoderarse de mí, subí a casa del cura inventando no sé qué pretexto, y al primer criado que salió a abrir la puerta, que fue un muchacho muy conocido mío, le pregunté si Berenice y su madre se hallaban en el convento.

-¿Pues no sabe usted -repuso el mozo con marcada sorpresa, que la señorita Berenice se ha casado hará un mes?

-¡Casado! -exclamé con voz sorda-, ¿quién te ha dicho semejante patraña, mentecato? ¡Casado! -Y lancé una carcajada que hizo estremecer de pies a cabeza al pobre muchacho, quien, como aquél que duda si debe hablar o callar, añadió por último: -Pues... sí, señor; se ha casado con un norteamericano muy rico. Mi amo, el señor cura, fue el que les ha echado la bendición, después de lo cual embarcaron al día siguiente para Nueva York, con un tiempo que daba gloria.

Desde que hube oído aquellas blasfemias, empecé a comprender y a despertar como deben despertar los enterrados vivos dentros de su tumba... ¡Pero yo no podía creer aquello...! ¡No... no era posible! ¿Cómo había de soportar tan espantosa idea?

No sé cómo volví a recorrer el camino, ni cómo pude decidirme a subir de nuevo a casa de mi bien hechora, la amiga de Berenice. Sé que me encontré allí, y que aquella mujer hubo de repetirme, llena de consternación, en presencia de mi doloroso espanto, poco más o menos lo que aquí acababan de decirme.

 
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