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¡Y aquello era desesperador para mi corazón1 El anhelo y viva ansiedad que de mí se apoderó durante los larguísimos y a un tiempo cortos momentos en que la perseguí a través de la sombría arcada y de las desiertas alamedas, sólo pueden compararse a la dolorosa angustia que nos oprime y atormenta en los malos sueños cuando huimos pesadamente del fantasma que nos persigue, o no podemos correr tras de algo muy deseado que nos huye. Parábase ella en alguna de esas alamedas, como esperándome; después atravesaba el río, semejante a una sílfide, y se sentaba en la opuesta orilla; inmediatamente pasaba a la isla enviándome un beso, y tornaba a atravesar la corriente y a reclinarse un poco más lejos sobre el césped, llamándome y sonriéndome como la traidora esperanza debe sonreír al pie del patíbulo a los condenados a muerte.

Ignoro el tiempo que pude andar corriendo desatentado y jadeante tras de su sombra; sólo recuerdo que al fin caí como herido por el rayo al pie de un árbol contra cuyo tronco debía herirme quedando sin sentido. Cuando volví en mí hálleme con la cabeza reclinada en blando regazo, mientras una mano que me pareció de mujer por su pequeñez y suavidad, restañaba cariñosamente la sangre que por mi frente lastimada corría. No me atrevía a abrir los ojos... Al cabo... ¿habría tenido compasión de mí? ¡Hallábame tan a gusto percibiendo el calor de aquel regazo... el contacto de aquella mano! Mi corazón, no obstante, permanecía helado, mi pulso latía con regularidad, y el dulce perfume de su cuerpo no venía a embriagarme como otras veces... no lo percibía siquiera... Fueme imposible permanecer por más tiempo en semejante incertidumbre. Levanté la cabeza lleno de esperanzas... mire... y, ¡pobre loco!, no era ella. ¿Ni cómo pude suponer otra cosa, cuando mi ser permanecía, si bien a gusto, indiferente y frío? Al levantar los ojos halléme con un rostro casi infantil, hermoso como debió ser la primera alborada que brilló sobre el mundo, y que... ¡coincidencia extraña y cruel!, tenía el tipo, la forma, el color del de mi Berenice. El tinte dorado del cabello, el corte gracioso y fino de la nariz, el verde azulado de los ojos, todo era semejante al suyo, y sin embargo... Pienso que desde aquel mismo instante empecé a sentir contra aquel ángel un odio de mal agüero, porque así profanaba, recordándomela, la imagen sagrada de mi Berenice.

Aquella niña, que apenas contaría dieciséis años, tenía por sobrenombre Esmeralda, porque, a semejanza de la heroína de Víctor Hugo, era hermosa; y si bien no poseía la habilidad de enseñar a leer a una cabra el nombre de su amante llevaba al pasto un rebaño y vagaba con él por estos campos tan en consonancia con la belleza entre apasionada y dulce de la joven campesina. Huérfana de madre, su padre, tenido por hombre de durísimo carácter, casóse en segundas nupcias con una mujer parecida a él en las malas entrañas. Y como Esmeralda era dulce y tímida, fue bien pronto víctima de la codicia y mala voluntad de quienes la consideraban como un estorbo. Por esto, compadecido el cura de la desventurada niña, y al fin de que dejase de ser pesada carga para el padre, que diariamente la maltrataba, puso a su cuidado seis lindas cabras con sus crías y un centenar de corderos, dándole por su trabajo vestidos y cotidiano alimento.

Bien pudiera callar estos insignificantes detalles, y decirte únicamente que desde aquel día fue ella casi el único ser con quien hube de comunicarme en estas umbrías; pero hallo cierto placer, desde que ha muerto, en recordar cuanto toca a su brevísima historia, ya que el olvido es la manera más dura con que podemos castigar a nuestros enemigos desde que han dejado de existir.

-Noble es tal conducta, dijo Pedro con algo de ironía; tanto más si te remuerde algo la conciencia por lo que toca a la bella pastorcilla. ¡Apuesto a que al cabo la enamoraste! Un pecadillo más que el Señor no dejará de perdonarte y que yo encuentro de buen gusto, si así te fue fácil ser infiel a Berenice.

-¿Y qué es ser infiel? ¡Encuentro tan ambigua esa frase! No enamoré yo a Esmeralda; ella fue la que, como las flores deben enamorarse del sol, se prendó de mí hasta el punto de que, a pesar de mi constante preocupación, pude apercibirme bien pronto del extremo con que me amaba la pobre niña.

-Y tú ¿habrás sido capaz de permanecer insensible a tales encantos y leal a los dioses enemigos?

-Si en mi inmortal pasión por Berenice hubiese posibilidad de mudanza, sólo Esmeralda, delicada y dulce como la resignación, podría sustituirla en mi alma herida por incurable dolor; pero esto era imposible... Tú verás cómo lo era.

Cuando aquel día (el primero en que la conocí), regresé a la ciudad, mi mente iba preñada de extrañas y perturbadoras imágenes, y mi pensamiento de sombras a cual más temerosas. Los árboles del bosque con sus desnudas ramas, el fraile con sus conjuros, los enfermos con sus cadavéricos semblantes, Berenice huyendo, Esmeralda sonriéndome, la viuda que para curarme de mi pasión me había revelado aquella misma mañana tantos horrores asesinándome con sus piadosas miradas... todo esto se confundía y amalgamaba dentro de mi conturbado cerebro. Desde aquel día sé lo que es estar loco. ¡Si pudieses comprender cuán horrible era aquello! Creeríase que, como me lo había advertido el buen reverendo, al sentir los malignos espíritus que iban a ser desalojados de mi cuerpo, empezaban a causar en él los temidos cuanto anunciados estragos, indicio cierto de esperanzas halagüeñas y de futura salud para los dolientes. Algo diabólico parecía que moraba dentro de mí, y se retorcía en inacabables espirales, como algunas veces las fingen a nuestros ojos hábiles prestidigitadores. Mis ansias por volver a ver a Berenice, así como mis celos tomaron repentinamente inverosímiles proporciones, mientras mi corazón y amor propio heridos, daban inequívocas muestras de rebelión, inspirándome una sed de venganza que sólo podía ser satisfecha de la manera criminal que el odio unido en híbrido consorcio con el amor me aconsejaban secretamente. Todo cuanto en mi idolatría por ella había de desinteresado, de sublime y de santo, estaba a punto de ser ahogado bajo el peso de las más crueles y aviesas pasiones. Lo primero que hice fue indagar, a costa de los mayores sacrificios, si Berenice vivía, porque la visión de la iglesia y del bosque me hacían temer si habría dejado de existir, si no volvería a verla en este mundo. Hoy ignoro todavía por qué se me representó de aquella manera que tanto me ha atormentado. ¿Quiso decirme «no volverás a verme ya, me buscarás sin que logres hallarme nunca en la tierra»? ¡Imposible! Yo sé que he de estrecharla todavía contra mi corazón; y ahora, hoy menos que nunca, puedo dudarlo. Pero en tanto no llega tan supremo momento, ya que su espíritu calla al presente, todo permanecerá velado.

 
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