https://www.elaleph.com Vista previa del libro "El primer loco" de Rosalía de Castro (página 26) | elaleph.com | ebooks | ePub y PDF
elaleph.com
Contacto    Sábado 18 de mayo de 2024
  Home   Biblioteca   Editorial   Libros usados    
¡Suscríbase gratis!
Página de elaleph.com en Facebook  Cuenta de elaleph.com en Twitter  
Secciones
Taller literario
Club de Lectores
Facsímiles
Fin
Editorial
Publicar un libro
Publicar un PDF
Servicios editoriales
Comunidad
Foros
Club de lectura
Encuentros
Afiliados
¿Cómo funciona?
Institucional
Nuestro nombre
Nuestra historia
Consejo asesor
Preguntas comunes
Publicidad
Contáctenos
Sitios Amigos
Caleidoscopio
Cine
Cronoscopio
 
Páginas 1  2  3  4  5  6  7  8  9  10  11  12  13  14  15  16  17  18  19  20  21  22  23  24  25  (26) 
 

Y Luis, con el rostro cual nunca demudado y mirando siempre vagamente hacia el horizonte, apoyo repentinamente su mano trémula en el brazo de su amigo.

No tardó, sin embargo, Pedro en ver aparecer por entre los árboles una mujer elegantemente ataviada, un poco gruesa, pero hermosa, y que sin que se hubiera apercibido de la presencia de los dos jóvenes, ni Luis la hubiese visto tampoco venir, se aproximaba con paso bastante ligero hacia ellos.

Desde que Pedro pudo fijarse en el aire y en el rostro de aquella mujer, pintóse en el suyo una de esas sorpresas que sólo pueden ser producidas por algún extraordinario cuanto inesperado suceso.

-¿Qué ves? ¿Qué ocurre? -le preguntó Luis tembloroso y con un acento que revelaba gozo... incertidumbre... terror... y volviéndose de repente hacia el punto en donde Pedro tenía fijos los asombrados ojos, pasó entonces en aquel santo retiro, donde tantas veces los frailes habrían meditado en las cosas eternas y celestiales, una tan terrena como terrible y difícil de describir.

Luis quedó al pronto rígido y como clavado al suelo; diríase que acababa de convertirse en estatua; pero momentos después, exhalando un grito de cuya expresión nadie sería capaz de dar idea, lanzóse como una flecha hacia la hermosa que discurría sosegadamente por aquellas poéticas avenidas, y echándole los brazos la estrechó fuertemente contra el pecho, cubriendo su rostro de ardientes, de frenéticos besos.

No tardaron en llegar a oídos del asombrado Pedro los gritos de la dama, que intentando en vano huir de aquellas caricias y aquellos abrazos que amenazaban ahogarla, se retorcía penosamente en los brazos de hierro que la estrechaban. Pedro corrió hacia ellos, y con acento durísimo dijo a su amigo:

-¿Qué estás haciendo, desventurado?

Pero Luis, sin verle, ni oírle, proseguía acariciando a la hermosa cada vez con mayor locura y frenesí, mientras a intervalos murmuraba:

-Mi ídolo... mi gloria... mi todo... al fin has vuelto, y nadie... nadie será ahora capaz de arrancarte de mis brazos ¡Berenice de mi alma! Porque eres mía... mía... ¡sólo mía!

Y la apretaba... la apretaba contra su corazón como si quisiese ahogarla. Pedro hizo inútiles esfuerzos para librar a la infeliz de aquellos casi mortales abrazos, porque Luis, con sobrehumano esfuerzo, se negaba a soltar su presa. Pero bien pronto aparecieron en el lugar de la escena, un caballero de descomunal estatura, y un lacayo que le seguía, impasible y tieso como un maniquí. El primero, sin perder un punto de su gravedad sajona, se adelantó a grandes pasos y poniendo sus manos sobre Luis, mientras con hercúlea fuerza procuraba apartarle de la dama, exclamó:

-Mí, ser hombre de la senora, mi, matar ladrón espanol bruto.

Aquel acento y el contacto de aquellas manos que habían osado tocarle, hicieron en Luis un efecto mágico despertándole de su delirio con la rapidez del relámpago, si bien para sumirle en otro mil veces más fatal. De repente soltó a Berenice, y con los ojos inyectados de sangre y casi fuera de sus órbitas, volvióse hacia el yankee semejante a una fiera, y se le abalanzó al cuello dispuesto a estrangularle mientras decía con voz gutural.

-Tú... tú sí que eres el ladrón de mi tesoro, bestia feroz, y vas a morir.

Los movimientos de Luis fueron tan rápidos como los de un tigre hambriento al arrojarse sobre su presa para devorarla, y el yankee hubiera perecido sin remedio en sus manos antes de hacerse cargo de que se le mataba, si Pedro y el lacayo, desplegando todas sus fuerzas, no hubieran logrado contenerle. Pero como Luis, con la mirada extraviada y desencajado el rostro, no cejase en su empeño de matar a su aborrecible rival, hubieron de pedir auxilio, porque no eran bastantes ambos a contenerle en su furia, pues ésta se redoblaba a cada momento de una manera prodigiosa. Los jornaleros y algunos criados del convento acudieron a las voces, y mientras unos rodearon a la dama que se había desmayado, otros se lanzaron sobre Luis, siéndoles poco menos que imposible dar cuenta de él, porque parecía un loco furioso. En efecto; no tardaron todos en comprender que loco furioso acababa de volverse el malaventurado joven.

A duras penas pudieron arrastrarle hasta una de las habitaciones del convento, y allí le dejaron custodiado mientras el yankee, palpando su ancho pescuezo, en el cual habían dejado sangrientas huellas los dedos del pobre Luis, murmuraba:

-Mí, a barbara Espana no volver: aquí robar muqueres y desollar homes vivos.

A los pocos días, Berenice dio a luz un niño muerto. ¿Por qué se había atrevido a visitar aquel bosque, en el cual había sido causa de la mayor felicidad y de la más grande desdicha que puede caberle a un hombre?

Pedro lo supo después: ella andaba recorriendo su país (así como acababa de recorrer otros muchos) sin acordarse para nada, al poner el pie en aquellas hermosas praderas, del hombre que allí vagaba errante entregado a los delirios de su inmortal pasión y esperando volver a verla, para poder morir mártir de un amor incurable.

Y en efecto, murió; primero de la peor de las muertes, la locura, y después (muy pronto) de la que, en apariencia al menos, da aquí término a nuestras penas.

Pedro no quiso que su infortunado amigo fuese a pasar el resto de sus tristes días en ninguna casa de locos, si no que allí, en aquel monasterio que Luis llamaba suyo, y que tanto había amado, hizo que se reparasen algunas habitaciones para que, con los que habían de asistirle en su soledad, pudiese vivir con desahogo. ¿Quién sabe si a través de la nube que envolvía su razón no pudo comprender alguna vez que se hallaba en su lugar favorito, en donde tanto había gozado, tanto había sufrido, y en donde quería morir?

Como se ve, no pudo aquel joven visionario, tan lleno de pasión como de sentimiento, dar principio siquiera a la soñada regeneración de su país, ni menos ser uno de sus apóstoles y mártires, cuando esto último le hubiera sido cosa harto hacedera.

Lo único que Luis pudo lograr (y esto pudiera tenerse como funesto augurio), fue ser El primer loco que habitó en aquel lugar de soledad a donde, como Luis, solemos ir todos los que le amamos a consolarnos de nuestras penas y pensar que bien pronto iremos a reunirnos con él en el mundo de los espíritus, los que todavía arrastramos nuestra existencia en este valle de dolores.

La vida del pobre demente fue breve, y dulces sus postrimerías.

-¡Berenice... Berenice de mi alma! -repetía sin cesar como si rezase-. Vuelve, vuelve... huye de ese ogro... refúgiate en mi corazón. Aquí te espero, escondido en mi sepulcro, para que no nos vean, ni él, ni Esmeralda. ¡Allí está... mirándonos... qué ojos... qué sonrisa... qué dientes...! ¿Ves cómo me llama? ¡Ven, vámonos al cielo... escondámonos que me asustan... huyamos de ellos!

¡Quién pudiera descorrer los velos de la eternidad, para saber si los sueños amorosos, si las ansias inmortales de Luis, pudieron cumplirse en otro mundo!

 
Páginas 1  2  3  4  5  6  7  8  9  10  11  12  13  14  15  16  17  18  19  20  21  22  23  24  25  (26) 
 
 
Consiga El primer loco de Rosalía de Castro en esta página.

 
 
 
 
Está viendo un extracto de la siguiente obra:
 
El primer loco de Rosalía de Castro   El primer loco
de Rosalía de Castro

ediciones elaleph.com

Si quiere conseguirla, puede hacerlo en esta página.
 
 
 

 



 
(c) Copyright 1999-2024 - elaleph.com - Contenidos propiedad de elaleph.com