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Necesitaba volver a tenerla a mi lado, a escuchar sus dulcísimas frases intraducibles como no fuese para mi alma y mi corazón, siempre con hambre y sed de ella, a percibir, en fin, su perfume fresco y casi imperceptible, pero que me producía divinas embriagueces y adormecimientos celestiales. Y entre estas ansias y deseos que iban creciendo, creciendo, a medida que tocaba la imposibilidad de verlos realizados, consumíame y secábame como se secan algunas fuentes con los calores del estío, y sólo en este bosque me era dado calmar algún tanto mis tenaces ansiedades. Sentado en algún paraje oculto donde entre las violetas y bajo el follaje tantas veces habíamos sido dichosos viendo correr el agua a nuestros pies y oyendo cómo cantaba el jilguero y silbaban los mirlos, me reconcentraba en mí mismo, y llamando en mi ayuda todo el poder de mi inmenso amor, todas las fuerzas que en mí se encierran, evocaba su sombra y ella venía, velada primero como aurora de abril que la neblina envuelve, después, tal como Dios la ha hecho con sus contornos de estatua griega, admirablemente delineados, su graciosa cabeza, portento de hermosura y su todo perfecto y sin tacha. Entonces, como si aquella adorada sombra fuese ella misma, sonreíame y me acariciaba, permitiéndome sin dulces resistencias que la estrechase castamente contra mi corazón, y así abrazados conversábamos sin cansarnos sobre los misterios de los eternos amores, misterios que nos eran revelados por los espíritus amigos, los cuales, sin que les viésemos, revoloteaban en torno nuestro. Al día siguiente, contábale cuanto me había pasado y le escribía diciéndole:

«Te llamé ayer y viniste, bien único de mi vida, y transportados en espíritu a las azuladas y venturosas regiones en donde dos almas se funden en una sola, no hemos sentido siquiera pasar las horas rápidas. ¡Oh! ¡Mi niña querida! ¿Quién como nosotros puede desafiar cuanto hay de mudable y perecedero en las pasiones y cosas humanas? ¡Qué dichosos hemos sido, a pesar de la distancia que nos separa! ¿Te acuerdas? Y eres tan buena, única gloria y porvenir mío, que todavía no me has abandonado, pues te escribo sintiendo tu divina cabeza al lado de la mía, y tus perfumados rizos resbalando sobre mi rostro. ¿No es verdad que tú conservas también en tu frente, en tus ojos y en tus manos, el calor que han dejado en ellos mis labios? ¡Oh! ¡Berenice... Berenice adorada! ¡Qué consolador es todo esto...! ¡Pero cómo aumentan al mismo tiempo de una manera que espanta, mis ansias insaciables de ti! Ángel mío... ¡cuándo real y verdaderamente podré beber en tus labios la vida que lejos de ti parece empieza a querer faltarme!»

Y ella me contestaba: yo sé de memoria todas sus cartas:

«¡Que si me acuerdo me preguntas...! ¿No sabes que no puedo menos de acordarme? Al oír que me llamabas, mi espíritu, que andaba también buscándote lleno de tristeza, corrió a esconderse en tu regazo como un niño asustado en los brazos de su madre. Hallábaste en aquel hondo paraje donde crecen tantos lirios y violetas y corre el agua en silencio, como si fatigado el río de caminar sin descanso quisiese al fin dormirse al abrigo del monte, arrullado por el rumor de los pinos. ¡Qué cosas tan hermosas me has dicho! Yo, pobre de mí necesitaba oírlas para no desfallecer de impaciencia y melancolía, porque al ver que pasan los días sin que podamos hablarnos, se apodera de mi ánimo el más negro desaliento... Sí... aún percibo el calor de tus labios... y me entristezco... ¿Por qué fueron tan breves aquellos días? Henos ahora sufriendo, yo no sé hasta cuándo, el suplicio de Tántalo, suplicio que va siendo superior a mis fuerzas. ¿Por qué ocultártelo? Tampoco me basta verte desde lejos y soñar que estoy a tu lado... No, no basta esto, Luis mío, a satisfacer las ansias que siente mi alma por la tuya.»

Enloquecido de felicidad y de amor, cogía yo las cartas en que estas y otras cosas me decía, y después de devorarlas a besos las colocaba sobre mi corazón hasta que al día siguiente podía sustituirlas con otras que me traían más fresco el perfume de sus manos. Sí, Pedro; mi amor por Berenice fue embargando hasta tal punto todas mis facultades que yo no veía ni comprendía más que a ella, y si de cuando en cuando me acordaba de Dios era sólo por ella, y si hacía algún bien a mis semejantes era asimismo por ella, y si algún mal (hubiera sido hasta asesino) por ella únicamente también lo hacía. Era esto demasiado, sin duda, para inspirado por una hija de Eva y sentido por una flaca criatura deleznable y mortal que, pese a sus aspiraciones, no puede asegurar jamás lo que será de ella mañana, ni menos dirigir sus miradas al porvenir que densas tinieblas velan siempre a nuestros ojos. Muchas veces, deteniéndome un momento en medio del vértigo que me poseía, me preguntaba a mí mismo con cierto espanto:

-¿Qué haré desde el momento en que sea mía? ¡Mía...!

No; a mí no podía bastarme como a cualquier otro hombre poseer en absoluto, en este mundo, el cuerpo y el alma de Berenice; mis ambiciones eran infinitamente más grandes, rayaban quizás en lo impío... Yo quería... yo quiero aún y deseo con mortales ansias... ¡Imposible es que me comprendas, imposible!

Acaso fatigado, acaso para concentrar mejor sus pensamientos y recuerdos, Luis guardó silencio, mientras su amigo, mirándole de soslayo con una mezcla de asombro y de mal reprimida compasión, se entregaba a diversas reflexiones. Doliéndose sin duda del triste estado a que aquél había llegado, víctima de su insensata pasión por Berenice, a quien él veía y juzgaba de bien distinta manera que el enamorado joven:

-Verdad es -decía para sí- que a esta clase de víctimas les queda siempre el consuelo de ignorar, como los beodos, el mísero estado a que se encuentran reducidos, mientras la amorosa embriaguez perturba su razón. No son por eso menos ridículos los que el alado niño enloquece, que los adoradores de Baco. ¡Qué cosas maravillosas no cuenta este desventurado de una criatura seca de corazón, como quien ha nacido sin él, pagada de su hermosura y del lujo que la rodea, y coqueta como las que sólo entienden de sacrificar en aras de su vanidad (insaciable como los ídolos en cuyas profundas bocas iban los fieles a depositar sus ofrendas) una tras otra víctima! Es imposible que semejante mujer haya podido comprender nunca el amor de Luis, cuánto más sentirlo igual. ¿Por qué, pues, le ha correspondido y aun escrito de una manera que en cualquiera otra tiene en verdad más de inconveniente que de sensato? ¿Es ella capaz de pensar por sí sola lo que decía en sus cartas? Lo que me parece es que las ha como calcado en aquéllas en que el pobre enamorado la hablaba apasionadamente de cosas que (Dios me perdone si... ) supongo la habrán hecho reír mejor que inspirarla sentimientos ajenos a las naturalezas vulgares como la suya. Divirtióla, sin duda, representar por algún tiempo una tragicomedia, de la cual era principal protagonista, y he ahí la razón de todo ello. ¡Por mi fe que debió ser así! Pero en tanto, Luis, ese hombre de clarísimo entendimiento y de corazón sano, se duele de la incurable picadura del áspid anidado en sus nobles entrañas. ¿Tuvo ella, sin embargo, la culpa de ser así amada? ¿La tuvo él acaso de amarla de tal suerte? Aquí empieza para mí lo inexplicable y lo fatal. Cuando quiero profundizar ciertos misterios, mi razón vacila y retrocedo espantado.

 
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