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A pesar de que la visión primero, y el cadáver después, habían como paralizado todas mis facultades, una voz interior me acusaba y llamaba a grandes gritos asesino de aquella niña que la desgracia había hecho mi esclava. Una misteriosa fuerza me obligaba a seguir el fúnebre cortejo, pero de lejos, a gran distancia de los demás, como los traidores, cuando siguen hasta el patíbulo a aquellos que han vendido y entregado en manos del verdugo. Cuando llegó el momento en que iban a enterrarla y comprendí que no volvería a verla más en este mundo, me aproximé a la caja mortuoria, y contemplé, a pesar mío, aquellas facciones cuya gracia la muerte no había podido borrar.

-Porque... ¿por qué no la he amado? -me pregunté como si delante de mí acabase de descorrerse un tupido velo.

Pero fue aquello igual que pasajera ráfaga que apenas se siente cuando ya ha pasado. Allí, allí mismo, ante mi víctima, la imagen de Berenice, llena de gracias inefables y de terrenos encantos, vino a interponerse entre la muerta y yo, como esas gruesas nubes tempestuosas se interponen muchas veces en las noches de verano, entre la tierra y el pálido astro que nos presta su luz, cuando las sombras quieren reinar sobre el mundo. Yo, sin embargo, seguía contemplando el semblante marmóreo de mi pobre muerta cuando di un paso hacia atrás porque me pareció que volvía a mirarme con aquellos ojos que tanto me habían espantado y a sonreírme enseñándome aquellos dientes puntiagudos y medio destrozados que no eran los suyos.

-¡Ha movido los labios! ¡Ha levantado los párpados! ¡Está viva! ¡Está viva!

Así exclamaron de golpe a mi alrededor, mientras unos huían llenos de miedo y otros se inclinaban con ansiedad para ver de cerca el cadáver.

Bien pronto reinó entre los que le rodeaban, mujeres en su mayor parte, gran confusión, y mientras los más rezaban en voz alta fueron otros en busca de un médico a fin de que dijese si aquel cuerpo inerte encerraba algún soplo de vida, puesto que todos aseguraban que habían visto sonreír a la muerta. Pero vino el médico y burlándose de la credulidad de aquellas gentes ignorantes y visionarias, declaró que la gangrena empezaba a apoderarse del cadáver y que era forzoso proceder en seguida a su entierro. Hubo protestas y gritos, pero el cuerpo de Esmeralda quedó bien pronto sepultado en un rincón del cementerio en donde pienso enterrarme también.

Después oí el eco sordo y acompasado y amarguísimo de la tierra que caía sobre la caja, y huí refugiándome en casa del cura, de cuyos labios supe al cabo de qué manera rápida y violenta la muerte se había llevado a la hermosa niña. Todo lo que el buen sacerdote me dijo fue bien poca cosa, pues yo sabía más, yo tenía la llave de los secretos dolorosos. Según él, habiendo cambiado de repente el carácter de Esmeralda, pasaba ésta el día y aun la noche escondida en el rincón más oscuro de su choza, sin comer apenas, llorando sin cesar y resistiéndose a salir al campo con el rebaño, así como a hacer las labores domésticas con que en otro tiempo ayudaba a su madrastra. Provocó de este modo el enojo de su padre, quien después de golpearla, pocas mañanas hacía, de la manera más brutal, concluyó por arrojarla a la calle como un mueble inútil. Quebrantada, abatida, llena de aflicción, tendióse la infeliz como quien nada espera ni nada teme al pie del muro de un brañal cercano, y mientras la humedad penetraba en su cuerpo y la herían los rayos del sol, permaneció inmóvil y como muerta hasta que al caer de la tarde unas buenas mujeres hubieron de llevarla de nuevo calenturienta y sin sentido a su casa.

-Aquí la tiene -dijeron al padre, indignadas-, cúrela y no la deseche, ¡pobrecita! Ella es linda como una estrella. ¿Qué sabe usted si alguna envidia se la tiene así? ¡No hubiera pasado esto si viviese su madre!

Semejantes recriminaciones y consejos no hubieran hecho más que agravar la situación de Esmeralda a haber aquélla vivido; mas ningún daño pudieron causarle con su buena voluntad aquellas sencillas mujeres, porque la tristeza que la consumía, unida al tratamiento brutal de su padre y la enfermedad que la devoraba, la condujo en breves días al sepulcro.

Calló Luis largo rato, si bien parecía seguir una íntima conversación consigo mismo, mientras Pedro, como si se hallase bajo la influencia de una fuerza misteriosa, luchaba en vano para no dejarse arrastrar por aquellas corrientes supersticiosas en que su amigo, sin pretenderlo, le llevaba envuelto.

No; esto no es mentira en absoluto -se decía-, sintiendo que un sudor glacial inundaba su cuerpo. ¡Hay aquí algo de verdadero que me hace temer y creer en cosas que antes no creía...!

 

 

 

 
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