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En aquel momento dieron aviso de que podían dirigirse a la iglesia los enfermos que habían de ser exorcizados, y yo fui en pos de ellos como uno de tantos, impulsado por secreta fuerza y sin saber por qué iba.

Y sucedió después que sin saber también de qué manera pude llegar a tal extremo, caí arrodillado como los demás maleficiados ante el altar que en la espaciosa sacristía se hallaba dispuesto para el caso. Y mientras chisporroteaban las velas encendidas a cada lado del crucifijo de marfil, mudo testigo de la escena, y la sagrada estola cubría nuestras cabezas, piadosamente inclinadas hacia el suelo, el buen fraile, con el libro abierto en la mano, recitaba los terribles conjuros en un latín verdaderamente bárbaro y mucho más suyo que del Lacio, dando a su acento monótono y rudo cierta entonación tan a propósito para causar efecto en los ignorantes, como risa en los incrédulos. A decir verdad, los maleficios y espíritus que quería arrojar a los abismos infernales debían ser de lo más inobedientes en su género, porque no dieron la menor muestra de que fueran a dejarnos libres de su importuna compañía. No hubo gritos, ni convulsivos retorcimientos, ni nada que indicase las internas sacudidas que para abandonar nuestros cuerpos debían producirnos al oír los terribles conjuros.

Estas reflexiones las hice después al calor de mis recuerdos, porque será bien que te advierta que mientras duró la ceremonia. Mi alma, como nunca atormentada, se elevó hacia Dios, rogándole con todo el ardor de que era capaz que si en mis males había algo que pudiese encontrar cura o alivio, me le diese, ya que mis fuerzas se hallaban agotadas con sufrimientos superiores a ellas. Ya lo ves, Pedro, a estos extremos, por estas pruebas pasan los hombres, aun los más incrédulos, cuando los dolores que les aquejan son de esos que la ciencia no alcanza a curar, ni el pensamiento a medir en toda su intensidad.

Al terminar la ceremonia, como yo hubiese observado que el buen fraile me había visto a sus pies con extrañeza y desconfianza, le entregué no sé qué cantidad para que dijese unas misas por mi intención, y con esto reinó desde entonces entre ambos la mejor armonía.

-Perdóneme que le pregunte -me dijo llamándome a un lado sigilosamente-, qué clase de dolencia le trae aquí, porque no es costumbre en jóvenes como usted y personas de su calidad que quieran curarse de esta manera, faltándoles, como les falta, la fe, que es lo esencial en tales casos.

-Mi mal es inexplicable, padre -le respondí-; si bien me importuna de tal suerte que, como usted ha visto, no rehuyo hacer toda clase de remedios, con la esperanza de que alguno pueda llegar a serme provechoso. No tema usted, no, que vaya a faltarme la fe mientras venga como ahora a postrarme ante este altar...

-Está bien, está bien -repuso el fraile como si rumiase sus palabras-; pero, ¿en qué forma se presenta su enfermedad? ¿Por medio de vahídos de cabeza, ronquidos del bazo, náuseas o divagaciones del sentido?

Al oír yo semejantes preguntas, sobrado ajenas a la índole de mis padecimientos, empecé a sentirme tan impaciente y deseoso de dejar aquel hombre que haciendo ademán de alejarme le contesté a toda prisa:

-Padre, me imagino que todas mis entrañas se hallan igualmente doloridas por efecto de la maligna ponzoña que tengo en el cuerpo... Pero será mejor que no hablemos de ello, pues siento que esto aumenta mi mal de una manera insoportable.

-Aguarde un momento todavía -volvió a decirme con una calma y gravedad para mí desesperadora-. No le hago sin misterio dichas preguntas, y sí por su bien; porque pudiera ser que en vez de nueve días de exorcismos bastasen tres solamente, caso de que la enfermedad no haya tomado mayores proporciones y adquirido muy hondas raíces.

-¡Oh, demasiado hondas, señor! -le repliqué-, ¡hondísimas!

-¡Qué diantre! ¿Por qué no vino usted entonces más antes? Todos los males quieren curarse en tiempo -exclamó casi enojado.

-No he venido más antes, padre -le respondí poco más o menos en el mismo tono-, porque hasta hoy no se me había ocurrido semejante idea.

-¡No está mal! ¡No está mal! -dijo el fraile con un si es o no es de socarronería-, y quiera Dios no haya acudido usted demasiado tarde. En fin, no se desaliente por lo que acabo de decirle pues de todas maneras no hacen nunca daño las cosas de Dios. Adviértole, no obstante, que cuanto más eficaz le sea el remedio, más mal ha de sentirse al pronto, porque los espíritus malignos no obedecen los mandatos de arriba sin causar graves daños en los cuerpos que se ven obligados a abandonar. Vaya ahora con Dios, y no falte ni un día a la ceremonia para que produzca el bien deseado.

Yo hui, más bien que me alejé de aquellos sitios, en un estado de ánimo difícil de describir. Me hallaba humillado a mis propios ojos y, como nunca, falto de toda esperanza. Al salir no pude menos de recorrer con azorados ojos el interior de aquella iglesia, no sombría como suelen serlo las de la ciudad vecina, sino alegre, de plácida luz, espaciosa, templada, y a propósito para consolar de sus miserias a los pobres campesinos que hallan en ella su refugio y santos regocijos, y que creen entrever el cielo cuando en el día festivo, al salir de sus casuchas mal construidas y peor ventiladas, penetran en aquel recinto sagrado, en donde al pie del Cristo humea el incienso, los cirios arden y resuenan los sagrados cánticos de los sacerdotes.

La luz que desde la alta bóveda bajaba al fondo del templo era confusa y triste por ser también el día nublado y tempestuoso. Hallábanse las naves completamente desiertas, sin que se viese ni un devoto elevando sus preces al altísimo. El fraile y el sacristán hablaban allá al fondo en voz baja, y el ruido de mis pasos era lo único que se sentía resonar de una manera especial en medio del silencio y soledad que reinaba en la iglesia. Mi corazón se oprimió al calor de los recuerdos que en mí se despertaban, y yo no sé si salió de mi pecho, si de otra parte, el suspiro hondo y prolongado que hirió mi oído lastimándolo dolorosamente. Lo que sí te aseguro es que en aquel momento, ella, ella misma, Berenice, se me apareció multiplicándose a mis ojos, como se multiplican los objetos vistos a través del tallado cristal. La vi, ya en este altar, ya en el otro, ya en el lugar que ocupaban las imágenes que en ellos se veneran; la vi orando en cada oscuro rincón del templo, la vi arrodillada en el coro, y, por último, atravesar bajo las oscuras naves y desaparecer por la puerta llamándome antes amorosamente con su mano de marfil. No sé lo que entonces pasó por mí. Sentía a la vez alegría intensa y profundo terror; pero fui en pos de ella deslumbrado y la seguí hasta el bosque, viéndola marchar siempre delante y sin poder alcanzarla jamás, ni tocar siquiera la orla de su vaporoso y blanco vestido.

 
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