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Cuando después de muerto mi tío regresé a Compostela, lo hice llevando el firme propósito de dejar libre de mi adusta, insoportable dominación, a la pobre Esmeralda, a fin de que la paloma aprisionada pudiese tomar, si acaso, más noble vuelo y quedase así más sosegado mi espíritu.

Al volver halléla como siempre, guardando su rebaño, pero tristemente sentada sobre la hierba y con el rostro tan demudado y marchito que no pude dudar que debía de haber sufrido y llorado mucho durante mi ausencia; podría comparársela a una lozana planta, a la cual de repente la hubiese faltado el aire y el sol. Pero cuando me vio aparecer por entre los árboles y ella me vio, fue tan intensa su alegría que un sentimiento de piedad selló mis labios, temiendo a que las lágrimas volviesen a brotar de aquellos ojos que el reflejo de la felicidad acababa de reanimar. Habléla cortos instantes sin mirarla apenas (porque suelen entrañar gran crueldad ciertos arrepentimientos tardíos que en el fondo obedecen por lo común el más feroz egoísmo) y diciéndola que a la mañana siguiente me esperase en aquel mismo lugar, la dejé para subir al convento a visitar al cura.

Una vez que la herencia de mi tío unida a la que me dejaron mis padres me convirtiera en hombre rico, antojáraseme asegurar el porvenir de Esmeralda y llevar a cabo mi pensamiento con beneplácito del buen sacerdote, en cuyas manos no tuve inconveniente en depositar para ella, por si llegaba a casarse, una pequeña dote, y en caso contrario y desde aquel mismo día, lo bastante para que, con arreglo a su estado pasase el resto de su vida sin ningún género de privaciones y en un modesto bienestar.

Hecho esto y tranquilizada en parte mi desasosegada conciencia, acudí al otro día al lugar de la cita con la firmeza de quien para combatir algún oculto peligro hubiese ya salvado el peor de los escollos. Hallábase la pobre niña esperándome, risueña como la felicidad, cuando me acerqué a ella y la mandé sentarse a mi lado. Latiéndole el corazón de alegría y mirándome con sus ojos de paloma como si mirase a Dios, obedeció gozosa, cual si esperase oír de mis labios alguna dulce frase no murmurada a su oído mucho tiempo hacía. Pero yo di entonces comienzo a un discurso que escuchó en un principio absorta, procurando entender lo que yo quería decirla, y después con instintiva inquietud que iba creciendo de una manera poco tranquilizadora.

-En resumen, Esmeralda -concluí diciéndola, decidido a entrar de lleno en lo más arduo de la cuestión- ya comprenderás que no puedo ser tu marido, y no porque me hiciese vacilar en ello lo humilde de tu condición, siendo como eres una joven de delicados instintos y corazón sensible, sino porque amo a otra, la amo con toda mi alma, con todas mis fuerzas y para siempre, y nuestra unión sería por lo tanto un germen de perenne desventura. Fuelo asimismo para ti en cierto modo el que me hubieras conocido, mas ya que esto no tiene remedio procuraremos subsanar los pasados yerros enmendándonos y tomando por menos torcidas sendas que las que hasta el presente hemos recorrido juntos. Separémonos, pues, cual nos lo ordena el deber; olvídame y vive segura de que en adelante ya nada faltará a tu bienestar, pues queriendo darte la última prueba de la estimación que me mereces, te he señalado una pensión vitalicia que te permitirá pasar con holgura tu juventud y tu vejez.

Es decir, repuso Pedro -con aire meditabundo y acentuando sus palabras-, que en cierto modo usaste con la pobre Esmeralda un procedimiento parecido y acaso más cruel que el que Berenice usó contigo.

-Así es la verdad, añadió Luis, sonriendo con cierta amarga ironía, y no ciertamente porque así lo hubiese yo querido, sino porque parece que en este mundo tiene que cumplirse fatalmente la ley, a veces terrible, de las compensaciones ya que no la de las represalias, viéndose como se ve al nieto pagar el crimen que cometió el abuelo, y a un inocente sufrir bajo el poder de tu mano airada el suplicio con que otro también injustamente te ha atormentado. Y venimos a ser así tan pecadores, tan culpables como aquellos a quienes por su crueldad con nosotros hemos apostrofado y maldecido.

Buenamente aconsejaba yo entonces a la pobre niña aquel necesario arrepentimiento de nuestras faltas, y se lo aconsejaba porque no podía amarla, encontrando por esto mismo inmoral lo que de otra manera hubiera creído poco menos que natural y justo. Hallábame yo entonces firmemente empeñado en llevar a cabo aquel acto de reparación y arrepentimiento que tan poco me costaba, por lo cual, puede decirse, que desahucié con verdadero ensañamiento a la infeliz llegando en el rigor de mi cruel puritanismo hasta el extremo de arrancarla toda esperanza.

Porque, pensaba con sobra de cordura -y sin acordarme de que por medio de tan radicales procedimientos usados por otros conmigo había estado a punto de perder la razón y la vida-, que los grandes males necesitan grandes remedios, y que los paliativos sólo son buenos y a propósito para los sentenciados a muerte, para ver si acaso de alargarles un día más la trabajada existencia que les es tan cara.

Tan pronto aquella desdichada y sensible niña acertó a penetrarse de que lo que yo la proponía era nuestra inmediata y eterna separación, apenas si llena de estupor pudo balbucear algunas ininteligibles frases. Diríase que se había vuelto repentinamente estúpida, o que una instantánea parálisis acababa de apoderarse de aquel hermoso cuerpo lleno de juventud y de vida.

-¿Qué es esto, Esmeralda? -la dije entonces sacudiéndola por un brazo con dureza- ¿qué te sucede? Digámonos adiós, hija mía, ya que las largas despedidas alargan asimismo los padecimientos de los que se separan. Yo salgo de Santiago esta misma tarde y no puedo malgastar el tiempo que necesito para terminar el arreglo de mis asuntos. Y después de apretarla la mano en señal de despedida, di algunos pasos para alejarme; mas despertando ella entonces del entorpecimiento que la tenía embargado el sentido, se abrazó fuertemente a mis rodillas exclamando:

-No, no es posible, ni es verdad nada de cuanto acaba usted de contarme. Usted no se va y volverá aquí mañana como siempre, para que yo le vea, o iré yo adonde usted vaya, porque si no me moriré de pena, y de morir quiero morir así, abrazada a sus rodillas y arrastrándome a sus pies como un perro.

Sorprendióme desagradablemente hallar en aquella niña una resistencia que no esperaba, y si bien me conmovió al pronto su desesperación, como si yo no me hubiese sentido agonizar de amor en un caso parecido, me dije:

-Impresión es ésta del momento y que pasará bien pronto. Es niña, al cabo, ignorante aunque sensible, rústica pese a sus instintos... Es fuerza, pues, cortar el mal de raíz y no dar lugar a que tome incremento su dolor. ¿Qué entiende ella... qué puede alcanzársele de estas pasiones que matan? Acabemos.

Y entonces volví a decirla, mientras procuraba levantarla del suelo.

-Vamos criatura; deja de delirar. ¿No ves que lo que tú quieres es imposible? ¿Que si me fuese fácil acceder a tus súplicas sería en tu mal y no para bien tuyo como crees? No vales tan poco que no merezcas vivir amada al lado de otro hombre y no de rodillas a mis pies. De rodillas sólo se debe estar delante de Dios. ¡Ea!, sé razonable y déjate de inútiles lloriqueos.

 
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