https://www.elaleph.com Vista previa del libro "El primer loco" de Rosalía de Castro (página 3) | elaleph.com | ebooks | ePub y PDF
elaleph.com
Contacto    Sábado 18 de mayo de 2024
  Home   Biblioteca   Editorial   Libros usados    
¡Suscríbase gratis!
Página de elaleph.com en Facebook  Cuenta de elaleph.com en Twitter  
Secciones
Taller literario
Club de Lectores
Facsímiles
Fin
Editorial
Publicar un libro
Publicar un PDF
Servicios editoriales
Comunidad
Foros
Club de lectura
Encuentros
Afiliados
¿Cómo funciona?
Institucional
Nuestro nombre
Nuestra historia
Consejo asesor
Preguntas comunes
Publicidad
Contáctenos
Sitios Amigos
Caleidoscopio
Cine
Cronoscopio
 
Páginas 1  2  (3)  4  5  6  7  8  9  10  11  12  13  14  15  16  17  18  19  20  21  22  23  24  25  26 
 

-¡Qué semblantes tan demacrados y huraños! -dijo entonces Pedro, señalando a los que pasaban.

Mirólos Luis a su vez con ojos compasivos, y replicó:

-Son enfermos, unos del cuerpo, otros del alma, que vienen a curarse con exorcismos y oraciones ya que la medicina no puede hacer el milagro de aliviar males que no tienen remedio ni suprimir la inevitable muerte, herencia de los mortales. El fraile exclaustrado que pone sobre esas desgreñadas y lánguidas cabezas la sagrada estola, y lee en latín lo mejor que puede las oraciones y conjuros con que espera arrojar del cuerpo de las víctimas los malignos espíritus que las atormentan, viene a ser como la postrera esperanza de los deshauciados, esperanza que les alienta y anima y les acompaña por el camino de la muerte, haciéndoles soñar con la vida y la salud. ¿Y quién que haya de morir no quiere morir esperando? Cuando yo, arrodillado ante el altar, incliné mi cabeza para que como a aquellas ignorantes y dolientes criaturas me colocaran sobre ella la estola bendita, no puedo explicarte lo que pasó por mí.

-¿Pero tú... tú también, Luis...?

-Sí, yo. Voy a contarte como pasó aquello. Y ve cómo sin quererlo empezaré así mi relato, ya que no por donde debiera, por donde sin duda me agrada más. Pero... vámonos antes al bosque. Me aflige ver a esas pobres gentes con el rostro tan marchito como su alma. Si hablaras con alguno de esos enfermos te conmovería, sin duda, lo raro de sus padecimientos, verdaderamente inexplicables en su mayor parte, y de que en vano quieren verse libres, poniendo en ello todo el empeño del que se siente irremisiblemente perdido. ¿Por qué no hemos de perdonarles que acudan a lo que llamamos remedios supersticiosos (que ellos tienen, sin embargo, por espirituales y santos), cuando los materiales de nada les ha servido ni nada les ha aliviado? Es natural que busque auxilio en lo alto quien siente faltarle la tierra bajo los pies.

-Te muestras demasiado benigno con semejantes abusos y creencias, que desde hace tiempo debieran haber desaparecido de la tierra para siempre.

Miró Luis a Pedro con cierto aire de severidad, que no pudo reprimir, y repuso:

-Existe algo en el hombre de todas las edades, que no se educa ni ciñe por completo a las exigencias de la razón ni de la ciencia, así como suele sobreponerse también a todas las ignorancias y barbaries que han afligido y pueden afligir a la humanidad entera. Y este algo, es el exceso de sensibilidad y de sentimiento de que ciertos individuos se hallan dotados, y que busca su válvula de seguridad, sus ideales, su consuelo, no en lo convencional, sino en lo extraordinario, y hasta en lo imposible también. Ve, si no, a una madre de esas que han sido perfectamente educadas, y que puede decirse instruida, pero que es madre cariñosa al mismo tiempo; mírala a la cabecera de su hijo moribundo, sin esperanza de poder volverle a la vida. Acércate a ella en tan angustiosos momentos, aconséjala el mayor de los absurdos en el terreno de las supersticiones, asegurándole que si hace lo que se la ordena, su hijo recobrará la salud, y verás cómo cree en ti y se apresura a ejecutar exactamente lo que a sangre fría hubiera condenado y ridiculizado en otra cualquier mujer. Y si por casualidad su hijo volviese a la vida, aquella madre será supersticiosa en tanto exista, pese a su propia razón y a cuanto haya de más material y contrario a esa fe ciega, que así puede devolvernos la perdida tranquilidad como conducirnos por el camino de las mayores aberraciones.

Hablando de esta suerte, los dos amigos se habían ido encaminando hacia el bosque por la puerta interior del claustro, hallándose bien pronto pisando un verdadero mar de hojas secas, que como lluvia dorada, caían de continuo de robles y castaños sobre la cabeza de ambos interlocutores, aumentando así a sus ojos la belleza de aquel paraje, severo como todo lo grande y plácido como todo lo agreste y hermoso.

El sol atravesaba con dulce melancolía a través de las ramas medio desnudas de los gigantes álamos, y de los árboles añosos que en largas filas parecían perderse yo no sé en qué espesuras misteriosas, que la loca fantasía soñaba interminables y eternas. Los pájaros piaban mimosamente y como si cuchicheasen entre sí, mientras tendida el ala enjugaban al sol el húmedo plumaje, y las ranas cantaban sus amores sumergidas en los charcos que las lluvias habían formado en los terrenos hondos, y en los cuales se reflejaban con una limpidez y belleza indescriptibles la luz y las diversas plantas y flores silvestres que por allí se encuentran en todas las estaciones.

Cuando los dos jóvenes se hallaron orillas del río que atraviesa el bosque, ya formando misteriosas cascadas al chocar contra los caídos troncos que el tiempo o el rayo han derribado, ya lagos serenos en donde se diría que las ninfas duermen y sueñan a la sombra de las más poéticas umbrías, se detuvieron silenciosos.

El uno parecía contemplar como cualquier simple mortal, amante de lo bello, la campestre hermosura de cuanto le rodeaba, pero el pálido semblante del otro acababa de tomar una expresión entre mística y dolorosa. Los hermosos ojos de Luis vagaban errantes de la onda a la flor, del árbol a la nube ligera que atravesaba como huida y sola, por el azul diáfano del cielo: dijérase que buscaban algo que no se hallaba al alcance de las miradas o de la comprensión de los demás.

-Luis -se atrevió a decirle Pedro desde que vio que su amigo proseguía ensimismado-, ¿no querrás sin duda dar comienzo a tu relato y hacer las prometidas confidencias...? Lo digo porque te encuentro más dispuesto a meditar que a hablar.

Miróle Luis como si acabase de despertar de un sueño y contestó:

-¡Ah, es verdad!, me hallaba absorto en ideas bien extrañas... y yo no sé qué voz secreta murmuraba a mi oído, ¡ahora, ahora mismo!, palabras, misteriosas de esperanza, de alegría y de temor.. Sí, también temerosas, Pedro; parece que todos mis sueños, todos mis fantasmas del pasado y del porvenir, y cuantos espíritus aman mi espíritu y las flores y los pájaros, el agua y la luz, reunidos todos y tomando forma y cuerpos diversos cada uno, me decían a un tiempo cosas inteligibles... ¡Qué inmenso es el universo, Pedro... y qué pequeño el hombre en tanto se halla ligado a la carne...! Todo, mientras vive en la tierra, está vedado para él, y por más que estudia y lucha, prosiguen ocultos a sus ojos en las inmensidades que el pensamiento humano no puede medir, el principio del principio y el fin del fin. Pero allá aparece aquella pequeñuela, bregando la desventurada con las reses que guarda cuando apenas si puede guardarse a sí misma. La miseria es la que en nuestro país, sobre todo, obliga a la niña a hacer la labor de una mujer y a la mujer las labores del hombre... ¡Si hubieses conocido a la pobre Esmeralda! ¿No has oído hablar nunca de una muchacha a quien llamaban así por estos alrededores?

-Nunca, y eso que el nombre no es, en verdad, común en el país.

-No era éste su nombre de pila, sino simplemente un apodo; pero nadie la conocía jamás sino por Esmeralda... ¿Cómo habías tú, sin embargo, de recordarla aun cuando la hubieses visto? La flor que brota entre la maleza, pocas veces logra atraer las miradas de los que gustan de aquellas otras nacidas en los bien cultivados jardines. Yo mismo hubiera pasado al lado de aquella interesante criatura sin fijarme en sus encantos, si mi desventura no me hubiese aproximado a ella. El día que entré en el bosque, después de haber sido exorcizado por el fraile, que en este convento se ocupaba entonces (como otro lo hace ahora) en obra tan caritativa, la hablé por primera vez en una triste mañana de invierno fría y desapacible.

 
Páginas 1  2  (3)  4  5  6  7  8  9  10  11  12  13  14  15  16  17  18  19  20  21  22  23  24  25  26 
 
 
Consiga El primer loco de Rosalía de Castro en esta página.

 
 
 
 
Está viendo un extracto de la siguiente obra:
 
El primer loco de Rosalía de Castro   El primer loco
de Rosalía de Castro

ediciones elaleph.com

Si quiere conseguirla, puede hacerlo en esta página.
 
 
 

 



 
(c) Copyright 1999-2024 - elaleph.com - Contenidos propiedad de elaleph.com