Invadida mi provincia por los franceses en
junio de 1808, y no teniendo yo cura de almas, ni motivo alguno que cohonestase mi permanencia en países ocupados por enemigos, determiné abandonar mi patrio suelo, mientras gimiese bajo la esclavitud. Para ello recogí algunas alhajas y ropa, el breviario, y 13.000 reales que me proporcionaron mis ahorros y varios de mis amigos. Llegué a la costa con muchos trabajos, y no pocos peligros, y me embarqué en un buque inglés. Navegábamos felizmente; mas a los dos días nos cargó un temporal tan recio, que nos vimos precisados a entrarnos en Argel para evitar un naufragio, que de otro modo hubiera sido inevitable, según nos aseguró el piloto.
Cuál sería mi sorpresa en
estas circunstancias, lo dejo a la consideración del lector. ¿Un clérigo en Argel? Me decía yo a mí mismo: ¿que será de mí? Mi religión, mis ropas clericales, la ignorancia del idioma, la poca cultura de estas gentes, todo me anuncia que aquí acabaré de perder mi tranquilidad, mi dinero, y, lo que es peor que todo, mi salud.
Absorto estaba yo en estas reflexiones,
cuando se llegó a mí un árabe muy respetable que se había acercado entre otros, y en excelente castellano me dijo: «deponed esos temores, y serenaos, señor cura. Precisamente venís a mi país y a mi casa, en donde podréis estar con seguridad todo el tiempo que gustéis. La embarcación se repondrá de los daños que haya sufrido, y seguirá su rumbo, y entonces, si no os acomodare permanecer aquí, podréis determinar vuestro viaje».
Como el que pierde el camino en una noche
obscura, y de repente oye el sonido de campanas que le anuncian la proximidad
del pueblo, así oí yo el metal de aquella voz consoladora, y, volviéndome a él: «Seáis quien fuéreis, le dije, no puedo menos de alabar a Dios, y de daros gracias por el consuelo que habéis derramado en mi corazón con vuestras palabras. Dios os pague la hospitalidad que me ofrecéis; yo la acepto de buena voluntad; mas desde ahora sabed que por muy grande que sea mi gratitud, nunca podré pagaros debidamente, y como merecéis, este gran beneficio. ¡Ojalá profesárais mi religión! Este es el premio que os deseo; mas la fe es don de Dios: él os la dé, y así se lo pido».
Parecía que el árabe estaba
muy atento a las expresiones con que yo le manifestaba mi reconocimiento, y, después de mirarme algún rato sin decir palabra, al fin me contestó: «señor cura, no os toméis pena, que yo no hago más que lo que debo, al ofrecer auxilios a un necesitado. Por lo demás, tiempo tenemos, y hablaremos cuanto nos ocurra».
Luego que llegamos a la casa de mi bienhechor, fui alojado en un aposento magnífico. En él estuve dos días asistido con todo el esmero y cuidado que pudiera merecerle un hermano. Pasado este tiempo vino a visitarme, y dimos principio a las conversaciones siguientes.