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De aquí inferiréis ¡cuán desviados van de la verdad, y cuán opuestos a las influencias de la naturaleza y del redentor, los hombres que han querido temerariamente poner la mano en este asunto, y crear para ello corporaciones y prescribirles reglas, exigiendo para profesar ciertos estados la observancia de la virginidad o del celibato; y exigiéndola por votos o leyes; y exigiéndola perpetuamente hasta el último momento de la vida! ¡qué horror! ¡qué desgracia! ¡y qué consecuencias tan terribles!

Ecl.- ¡Basta! ¡Dejemos esto! ¡Ya lo veo todo!

Ar.- Dejémoslo, también yo me incomodo.

Fueron tantas las ideas que me ocurrieron con estas reflexiones que estuve por mucho tiempo distraído. Vuelto en mí, buscaba al árabe, pero ya se había ido. ¿Qué hombre es éste? decía yo entre mí. Mas sea quien fuere, él, hasta ahora, ha hablado la verdad, y en todas sus conversaciones parece que trae en una mano la ley natural, y en la otra el Evangelio. ¿Mas podrá hablar del mismo modo y sin deslizarse cuando descienda a tratar del derecho humano eclesiástico? Temo mucho que no; y siento en gran manera verme empeñado en una cuestión de la cual no sé yo cómo podré salir. Siempre me ha parecido durísima la disciplina de la Iglesia en este punto, pero nada más. Aquí he detenido el paso, y he cerrado los ojos para no ver las consecuencias; porque de nada sirve el ver, cuando la luz no sirve para obrar. Mas este hombre no ha de guardar en adelante moderación, y en fuerza de los principios evidentes, en que necesariamente hemos convenido, deducirá consecuencias terribles. Yo las veo de antemano ¿qué he de hacer? Dios es la misma verdad, y me ayudará, si este hombre es falaz y embustero.

Ecl.- Ya estamos en tiempo de examinar esta materia bajo el aspecto del derecho humano eclesiástico.

Ar.- Ya es tiempo oportuno, pero os incomodasteis mucho ayer, y yo no quiero incomodar a nadie.

Ecl.- La verdad nunca puede incomodarme. Pero como su conocimiento trae consigo el de los errores y de sus tristes consecuencias, esto no puede menos de estremecer.

Ar.- La lástima es que quien pudiera poner la mano en esto y remediarlo, no trata de ello, sino que persevera constante en su sistema. Debiera entenderse ya que en este punto no ha prometido Jesucristo infalibilidad ni ha ofrecido su asistencia para evitar errores. La experiencia de lo que ha sucedido en todos los siglos, y el conocimiento de lo que se puede esperar hasta la consumación de ellos, podían ya abrir los ojos a los que pueden remediar estos males. Todos los inconvenientes que pudieran seguirse de observar el consejo con libertad y como consejo, son infinitamente menores que el grande inconveniente de la perdición de las almas, y de su ruina eterna. Esto enseña la caridad de Jesucristo, y la luz del Espíritu Santo. Para salvarlas, y no para perderlas, se puso en una cruz. Para facilitarles el camino, y no para poner tropiezos ni echar lazos, derramó su sangre por ellas. Amó la virginidad, la practicó, la aconsejó; pero nada más. A los hombres estaba reservado arruinar este edificio dándole más elevación; elevación que si la hubiera sufrido, se la hubiera dado el mismo que lo reedificó. Cuando pienso en estas cosas, y en la conducta tenaz de Roma, se me resbalan los pies como a David al ver la felicidad de los malos. Y por fin David entraba en el santuario del Señor, y allí entendía los misterios, y se aclaraban sus dudas, y se sosegaban sus temores. Pero en el punto de que tratamos no hay misterios que entender, ni dudas que aclarar, porque todo está claro; ni hay santuario a donde entrar, porque si el santuario es Jesucristo y su ley, ésa está patente a todos, y en ella no encontramos más que lo que hemos dicho.

 
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