Ar.- Eso nadie lo duda. Pero ¿hubieran sido criminales?
Ecl.- No me atrevo a asegurar tanto.
Ar.- Ni podéis; porque nadie es
criminal sino quebrantando la ley, y ésa los apóstoles no la tenían. El celibato era entonces lo que debiera ser ahora, un consejo. Entonces no había más ley que la que decía el apóstol: praeceptum Domini non habeo; consilium autem do.
Ecl.- Pues qué ¿la ley del celibato no es de los tiempos apostólicos?
Ar.- Hasta principios del siglo cuarto, en
que se celebró el concilio Iliberitano, no hubo tal ley. La continencia o
el celibato de los ministros de la religión era un mero consejo. Ni los
apóstoles, ni sus discípulos, ni los varones eminentes en virtud y ciencia de los tres primeros siglos se atrevieron a tocar el Evangelio en este punto. Conocían que la moral de Jesucristo era la más sublime que hasta entonces se había predicado en el mundo; y no soñaron que pudiese sublimarse más, inventando esta nueva y funesta obligación en que el hombre ofrece a Dios lo que no puede ofrecer racionalmente. No dudéis, pues, señor cura, que en los tres primeros siglos de la Iglesia el celibato se observó como quiso Jesucristo que se observase; esto es, como un consejo: lo practicaba el que quería, y el que no, no lo practicaba; mas nunca se obligaba a su observancia perpetua por medio de un voto o de una ley, porque en el momento que se contraiga esta obligación, ya deja el consejo de ser consejo, y pasa a ser precepto. Este es el trastorno. Las consecuencias son: primera, enmendar los hombres la plana a Jesucristo, operación que aunque suponga en sus autores el mejor celo y las más rectas intenciones, no sé yo cómo pueda librarlos de la nota de indiscretos y presuntuosos. Segunda, sublimar el Evangelio de un modo no visto hasta entonces. Tercera, dar un golpe terrible a la redención de Jesucristo, cerrando para muchos las puertas del cielo y cargando al hombre con un yugo, que ni su naturaleza ni la inestabilidad de sus propósitos puede sufrir perpetuamente. Cuarta, ser necesarias dos vocaciones: una para el ministerio, y otra para el celibato. Y quinta, estar obligado en conciencia a resistir a la primera el que no se sienta llamado a la segunda, y privar a la Iglesia del fruto que con justicia pudiera prometerse de sus buenos ministros. Tales son los efectos de un celo indiscreto, y de un punto de honor mal entendido. Por otra parte, es cosa ciertamente extraña que los Padres del concilio Iliberitano no tuviesen presentes las prácticas de los tres primeros siglos, cuando a nosotros nos consta por el canon 6º llamado de los apóstoles, que los obispos presbíteros y diáconos que querían, conservaban sus mujeres; que se les encomendaba el cuidado de ellas; y que eran excomulgados los que las abandonaban a pretexto de religión. Igualmente nos consta por el canon 8º del concilio Neocesarense que se permitía a los presbíteros la cohabitación con sus mujeres, habidas antes de su ordenación, como no hubiesen incurrido en adulterio. Y si erraron los Padres del concilio Iliberitano ¿qué juicio podremos formar de la tenacidad con que se ha llevado adelante este error, y se ha apretado el lazo poniendo nuevos nudos, y añadiendo nuevos eslabones a la cadena de la esclavitud?