Ar.- ¿Os calificará la Iglesia, con justicia, de hereje, si decís que yerra en lo que no se le ha ofrecido infalibilidad?
Ecl.- Tampoco.
Ar.- Pues si aún no hemos examinado este punto más que en globo ¿por qué no hemos de continuar?
Ecl.- ¿Os queda más que decir?
Ar.- Nos queda que examinar la naturaleza de las leyes eclesiásticas, comparar con todas ellas esta ley singular, y considerar el valor de los motivos en que se funda. ¿Os parece todo esto de poca importancia?
Ecl.- No, sin duda. Prosigamos.
Ar.- Toda ley humana, civil o
eclesiástica, debe ser justa. Esta es la primera propiedad que debe tener
toda ley para merecer este nombre, y tener fuerza de obligar a los
súbditos. Mas esta justicia ¿por dónde se mide? ¿cuál es el criterio, por medio del cual podamos conocer la justicia e injusticia de una ley para saber si merece, o no, este nombre? La conformidad o no conformidad con la ley eterna de Dios, y de consiguiente con la natural, que no es más que la impresión de la eterna grabada en el hombre. Ella es el ejemplar de toda ley, y ninguna puede ser justa, ni tener fuerza de obligar, sino en cuanto se conforme con la eterna. Mas ¿qué es la ley eterna? Es aquélla, dice San Agustín, por la cual es justo que todas las cosas estén ordenadísimas; y él mismo en otra parte: es la razón divina mandando conservar el orden natural, y prohibiendo su perturbación. Ved ahora si la ley del celibato conserva o perturba el orden natural; si es o no diametralmente opuesta a las inclinaciones naturales del hombre, inclinaciones impresas por Dios anteriormente a todo pecado y corrupción. Y si pugna ¿en dónde está la conformidad de esta ley eclesiástica con la eterna, y la natural? Y si no hay tal conformidad ¿en dónde está la justicia? Y si no hay tal justicia ¿en dónde está la ley?
Ecl.- El raciocinio es exactísimo, y yo no sé cómo pueda contestarse.