Diálogo I
Entre un eclesiástico y un árabe.
Ecl.- ¡Por fin os vemos, gracias a Dios!
Ar.- ¿Había de venir a interrumpir vuestro sosiego cuando más lo necesitabais?
Ecl.- Sea así, pero mi inquietud no se calmará tan fácilmente.
Ar.- ¿Queréis algún otro género de auxilio?
Ecl.- No, no hablo en ese sentido, sino porque no sosegaré hasta pagaros el beneficio recibido.
Ar.- No hay que pensar en eso. Sosegaos,
estad aquí el tiempo que gustéis, y partid cuando os acomode. Por lo demás mi situación es tal, que no echaré de menos esos beneficios con que queréis recompensar los míos.
Ecl.- Si yo hablara de bienes temporales, vendría muy bien esa respuesta; mas son otros los que yo os deseo.
Ar.- Si habláis de bienes eternos, os diré que son una paga muy superior al beneficio.
Ecl.- No hay duda; mas es la que debo desearos, porque ciertamente es una lástima que hombre que posee vuestras virtudes sociales, no goce de las que presta la revelación.
Ar.- Este asunto es muy alto. La fe es un don de Dios, y la vocación a la gracia es enteramente gratuita, como vosotros decís; y así lo mejor es ponerse en manos del Altísimo, quien cuidará de nosotros más de lo que pensamos.
Ecl.- Es cierto, mas también lo es que Dios se vale de sus criaturas para obrar estas mudanzas maravillosas, y acaso podría ser éste el momento en que se verificase vuestra vocación, mayormente siendo yo un ministro de su religión.
Ar.- Para esto sería necesario entrar ahora en cuestiones de religión.
Ecl.- ¿Y qué inconveniente puede haber en ello?