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Segunda razón. El decoro del cuerpo eclesiástico. Es menester confesar en obsequio de la
verdad que ha habido siempre y hay muchos eclesiásticos, seculares y
regulares de uno y otro sexo, que o porque tienen el don de Dios, o por honor, o
por otros motivos que ellos sólo saben, observan su ley y su voto, o se
portan de tal manera que ninguna de sus operaciones ofrece al más
rígido observador motivo alguno de censura. Sea cual fuere la causa de
este modo de proceder, la sociedad no podrá nunca olvidar lo que debe a
tan buena conducta, y la mirará siempre como hija de la virtud y del
honor de estas víctimas. Pero como para examinar este punto no basta
saber que hay algunos buenos, sino que es necesario examinar lo que sucede en la
mayor parte, y en todos los tiempos y en todos los países, de este examen
y comparación no puede menos de resultar esta verdad, a saber, que el
decoro es imaginario, y el descrédito, real. Para probarlo sería
necesario hacer una pintura del clero secular y regular: del modo cómo se
entra en estos estados, y cómo se hace un clérigo, un fraile y una
monja; la conducta de la mayor parte en todos los tiempos; y la que
observarán ciertamente hasta la consumación de los siglos. Pero
éstas son cosas muy sabidas de todos, especialmente de las personas que
sufren el yugo, y no hay para qué poner en proclama unos crímenes
y unas miserias que son consecuencias forzosas de la disciplina. Y no se me
alegue la gracia de Jesucristo; porque ésa se ha dado no para que el
hombre deje de ser hombre, sino para que deje de ser hombre corrompido. No para
mudar su naturaleza, sino para corregírsela. No para que obre milagros,
sino para que practique las virtudes morales y cristianas, y para que venza
todos los obstáculos que las pasiones y la corrupción de la
naturaleza oponen a la práctica de todas ellas. Ésta es la
justicia cristiana. Ésta es la planta que vino Jesucristo a sembrar en la
tierra. Y la que regó con su sangre, y la que fomenta con su asistencia,
y con el calor de su Espíritu Santo. Las demás gracias
extraordinarias, los demás dones secretísimos de Dios, las finezas
que Jesucristo quiera hacer a los hombres extraordinariamente, las tienen los
que las tienen: quibus datum est, y no están ni pueden estar al alcance
de las leyes humanas. Dios las da a quien quiere, y de la manera que quiere, y
por el tiempo que es su voluntad. Y éste es el origen del mal,
aquí está la raíz del error: en querer sujetar a leyes los
secretos de Dios, los que él no ha querido revelar, y sobre los cuales ni
el mismo Dios ha dado leyes. Tampoco se me alegue la mortificación de las
pasiones y la penitencia; porque podrán responder los miserables
culpados: «Enhorabuena, pediremos a Dios esta virtud; haremos penitencia
de nuestros pecados; refrenaremos nuestras pasiones; pero, y del derecho de ser
hombres ¿quién nos ha privado? Y de la inclinación natural
que Dios nos dio ¿quién nos ha prohibido el justo cumplimiento?
¿Dios? no. ¿Jesucristo? tampoco. ¿Pues en obsequio de
quién hemos de continuar haciendo este sacrificio? ¿Ha de importar
más un decoro imaginario que nuestra salvación? ¿La
tenacidad de Roma ha de ser más poderosa para |
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