-Lo haré. Pero, ¿por
qué has metido a mi hermano del sur en la bolsa? ¡Afuera con él! Quiero que me cuente algo del Ave Fénix. La Princesa se muestra siempre curiosa por oír hablar de ese animal cada vez que yo me presento allí, de cien en cien años. Abre la bolsa. Si lo haces te querrá mucho y te regalaré dos cajas de té, tan verde y fresco como el día que lo coseché en la misma China.
Así lo hizo la anciana, y el Viento Sur se deslizó al exterior de la bolsa, muy abochornado de que un Príncipe extranjero lo hubiera visto en tan desairada situación.
-Aquí tienes una hoja de palma para
la Princesa -dijo el Viento Sur-. Me la dio el viejo fénix, el
único que existe en el mundo, luego de escribir en ella con su propio
pico toda la historia de sus cien años de vida. La Princesa podrá
leerla por sí misma. Yo vi al fénix pegar fuego a su nido y
echarse en el interior, entre las llamas, como la viuda de un hindú.
¡Oh, cómo crujían las ramitas secas, qué humo y
qué olor daban! Por último todo ardió en una llamarada
final y el viejo pájaro quedó reducido a cenizas, pero no sin
depositar antes un huevo que ahora podía verse reluciendo como una brasa
entre los restos de la hoguera. Momentos después el huevo se
rompió con un fuerte chasquido y de él salió el polluelo.
Ahora domina sobre todas las aves, sin que exista otro de su especie en el
mundo.
-Pues veamos si podemos comer algo ahora -propuso la madre de los vientos, y todos tomaron asiento para servirse del venado, que ya estaba a punto. El Príncipe se acomodó al lado del Viento Este, y pronto se hicieron ambos buenos amigos.
-Una cosa que quisiera pedirte -dijo el
Príncipe- es que me dijeras quién es ese Princesa, y dónde está el Jardín del Edén.
-No digas más. Si es que quieres
ir, puedes volar conmigo mañana. Pero te diré que ningún ser humano ha estado por allí desde Adán y Eva. Por tus relatos de Historia Sagrada, ya sabrás lo qué les ocurrió, ¿verdad?
-Claro que sí -repuso el Príncipe.