La lluvia fría le corrió por la cara; el viento helado sopló alrededor de su cabeza. Por último, el Príncipe recobró el sentido.
"¿Qué he hecho?
-suspiró-. He pecado como Adán; he pecado tan gravemente que el Paraíso se ha hundido a mis pies, hasta el mismo fondo de la tierra".
Abrió los ojos, y logró
distinguir aún la estrellita, la lejana estrella que titilaba como el Jardín del Edén. Pero se trataba del lucero de la mañana en el cielo. Cuando se levantó se encontró en la caverna de los vientos, y vio a la anciana madre de los cuatro vientos a su lado.
-¡En la primera noche! -exclamó la vieja-. Lo que yo pensaba. Si fueras mi hijo, te metería directamente en la bolsa.
-¡Ah, pues no tardará en ir a
algo semejante! -exclamó la Muerte. Era una mujer grande y robusta,
aunque muy anciana, que tenía dos vastas alas negras y llevaba una guadaña en la mano-. Lo meterán en un ataúd, pero no ahora. Yo me limitaré a marcarlo y dejarlo andar por algún tiempo sobre la tierra para expiar su pecado y perfeccionarse. Cuando él menos lo espere regresaré, lo extenderé en un ataúd negro y volaré con él a los cielos. El Jardín del Paraíso florece allí también, y si él es bueno y santo, podrá entrar. Pero si sus pensamientos son perversos y su corazón sigue lleno de pecado, se hundirá en su ataúd mucho más profundamente aún que lo que se hundió el Paraíso.