En cierto momento la cueva se hizo tan estrecha y su techo tan bajo, que los dos viajeros se vieron forzados a arrastrarse sobre manos y rodillas; poco más allá, la amplitud y altura del ambiente eran tan generosos que a ambos les parecía estar en campo abierto. Aquello semejaba una capilla mortuoria, con mudos tubos de órgano y banderas convertidas en piedra.
-Cualquiera diría que vamos hacia el Jardín del Edén por la carretera de la Muerte -comentó el Príncipe, pero el Viento Este no se dignó responder.
Se limitó a señalar hacia afuera, donde brillaba una hermosa luz azul. Las masas de roca que se elevaban sobre sus cabezas se fueron mostrando más y más borrosas, hasta que por último resultaron tan transparentes como una nubecita blanca a la luz de la luna. El aire era ahora deliciosamente agradable, tan fresco como en las cimas de las montañas y tan perfumado como entre las rosas de los valles.
Por allí corría un
río, tan claro como el mismo aire, en cuyas aguas nadaban peces de oro y de plata y caracoleaban anguilas de color de púrpura con reflejos azules, entre las amplias hojas de los nenúfares teñidas con todos los matices del arco iris. Las flores parecían llamas anaranjadas, que se alimentaran con agua como una lámpara se alimenta con aceite. Un puente de mármol, tallado con la habilidad y delicadeza que semejaba de encaje y cuentas de cristal, cruzaba la corriente y conducía a la Isla de la Felicidad, donde se hallaba el Jardín del Edén.
El Viento Este alzó al
Príncipe en sus brazos y cruzó asi el puente, mientras las flores y las hojas entonaban las viejas y hermosas canciones que el Príncipe recordaba de su infancia, pero con una melodía tal que ninguna voz humana las habría logrado imitar jamás.