-Sí, y ¡vaya si es
espléndida! Tiene una pista de baile lisa como un panqueque, y
está toda cubierta de nieve a medio derretir, entremezclada con el musgo y salpicada aquí y allá por huesos de ballenas y osos polares que semejan piernas y brazos de gigantes, cubiertos de verdín. Se diría que el sol no ha brillado nunca sobre ellos. Soplé un poco para disipar la niebla y logré distinguir una casa construida con despojos de naufragios y recubierta con pieles de ballena, toda roja y verde, y un oso polar sentado en el techo, gruñendo. Me acerqué a la playa para curiosear los nidos de las aves marinas, y vi los polluelos sin plumas todavía, chillando y boqueando. Soplé y soplé hasta que hice bajar las cabezas a miles de ellos, y eso les enseñó a cerrar el pico. Un poco más lejos estaban las morsas, revolviéndose en el agua como larvas monstruosas, con sus cabezas como de cerdo y sus colmillos de casi un metro de largo.
-Eres un buen narrador, hijo mío
-dijo la madre-. Se me hace agua la boca oírte.
-Luego hubo una cacería. Los
hombres arrojaban arpones a las morsas, y la sangre brotaba por entre el hielo como manantiales. Entonces recordé la parte que me correspondía en el juego; soplé mis barcos, es decir, los témpanos de las montañas, empujándolos hacia los botes. ¡Ah! ¡Cómo chillaban y silbaban las tripulaciones! Pero yo silbaba más fuerte que ellos. Tuvieron que arrojar al agua las morsas cazadas y también los cajones y sogas. Yo les eché encima montones de copos de nieve y los hice derivar hacia el sur, para que probaran a qué sabe el agua salada. ¡No volverán nunca más a la isla de Behring!
-¡Pero entonces has estado cometiendo malas acciones! -exclamó la madre de los vientos.