-Pues bien, cuando ellos fueron
expulsados, el Jardín del Edén se hundió profundamente, pero no sin conservar su clima templado, su cálido sol y todos sus encantos naturales. Allí habita la reina de las hadas, y allí queda también la Isla de la Felicidad, donde no entra nunca la muerte y donde la vida es una perpetua delicia. Súbete mañana en mis hombros y yo te llevaré. Creo que podré arreglarme. Pero no hables ahora, porque tengo ganas de dormir.
Cuando el Príncipe se
despertó, aquella mañana temprano, su sorpresa no fue pequeña al verse ya a gran altura por encima de las nubes, a lomos del Viento del Este, que lo sostenía con todo cuidado. Tan alto estaba que los bosques y los campos, los ríos y los lagos, parecían detalles de un gran mapa en colores.
-Buenos días -saludó el Viento Este-. Sería mejor que durmieras un poco más, pues no hay mucho que ver en esa llanura de abajo, a menos que quieras contar las iglesias. Parecen como puntos de tiza en un tablero verde.
-Ha sido bastante descortés de mi parte el haber partido sin decir adiós a tu madre y hermanos -dijo el Príncipe.
-Eso es disculpable cuando uno está
dormido -respondió el Viento, y ambos siguieron volando a velocidad cada vez mayor. Se habría podido seguir el rastro de su vuelo por el rumor de los árboles al pasar ellos sobre los bosques. Y cada vez que cruzaban un mar o un lago, las olas se alzaban y los grandes barcos se hundían en las aguas como cisnes. Hacia el anochecer resultó un espectáculo interesante el ver las grandes ciudades entre la creciente oscuridad, con sus innumerables lucecitas titilantes. El Príncipe batió palmas de admiración, pero el Viento Este le advirtió que sería mejor que se agarrara bien, no fuera a caerse e ir a dar sobre el campanario de una iglesia.