-Ven, ven -insistían aquellos
temblorosos tonos, y a cada paso las mejillas del Príncipe ardían más y su pulso latía con más fuerza.
"Tengo que ir -se decía-. No es pecado. Nada se perderá si no la beso, y eso no lo haré. Mi voluntad es fuerte".
El Hada apartó las ramas del árbol y un momento después había desaparecido en el interior de la fronda.
"No he pecado todavía -se repetía-, ni he de hacerlo".
E hizo a un lado las ramas. Vio al Hada ya
dormida, tan hermosa como sólo el Hada del Jardín del Edén
podía serlo. Ella le sonreía en su sueño, pero cuando el
joven se inclinó advirtió que por entre las delicadas
pestañas brotaban lágrimas.
-¿Es que lloras por mí?
-susurró-. No llores, hermosa doncella. Sólo ahora comprendo la plena felicidad del Edén; siento la energía de los ángeles y la vida eterna en mis miembros mortales. Y aunque caiga sobre mí la noche sin fin, estoy seguro de que un momento como éste vale la pena.
Y enjugó con los labios las lágrimas que humedecían las mejilas del Hada.
Entonces se oyó un estruendo como
el de un trueno, pero más intenso y espantoso que ningún otro
oído jamás por el Príncipe, y todo cuanto circundaba al joven se derrumbó. La hermosa Hada, el florido Edén se hundieron y se hundieron, más y más, en tierra, entre la oscuridad de la noche, hasta que el Príncipe sólo distinguió su esplendor allá muy lejos, como una tenue y titilante estrella. El joven sintió que le corría por las venas el frío de la muerte, cerró los ojos y cayó al suelo desmayado.