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-¿No habían sido expulsados? -preguntó. El Hada sonrió y le explicó cómo el Tiempo había ido trazando una lámina en cada cristal, y no de la clase de láminas que habitualmente conocemos. Eran figuras vivas, con hojas que se movían realmente, y personajes que entraban y salían como las imágenes en un espejo.

Miró luego por el otro panel de la ventana y vio el sueño de Jacob, con la escala que subía hasta el cielo, y los ángeles de grandes alas revoloteando hacia arriba y hacia abajo. En aquellos paneles podía contemplarse todo lo ocurrido en el mundo. Sólo el Tiempo era capaz de imprimir láminas tan maravillosas.

El Hada sonrió y lo condujo a otra vasta estancia, de altísimo techo, cuyas paredes eran como transparentes retratos, de rostros a cuál más hermoso. Había allí millones de bienaventurados que sonreían y cantaban, y todos sus himnos se confundían en una sola melodía perfecta. Los que estaban situados más altos se veían tan diminutos como el más pequeño pimpollo de rosa. En el centro de aquel salón se veía un gran árbol, de airoso ramaje colgante, por entre cuyas hojas verdes pendían hermosas manzanas de oro. Era el árbol de la Ciencia, de cuyo fruto habían comido Adán y Eva. De cada hoja pendía una brillante gota de rocío, de color rojo, que hacía parecer como si el árbol llorara lágrimas de sangre.

-Ahora vamos a subir a la barca -propuso el Hada- y en las ondulantes aguas hallaremos descanso. La barca se mece, pero sin moverse de su lugar, y sin embargo veremos pasar ante nuestros ojos todos los países de la tierra.

Y fue en verdad una curiosa visión la de la costa entera que se movía. Vieron pasar los altísimos Alpes cubiertos de nieve, con sus oscuros pinos y sus nubes blancas. Por entre los árboles se oía el quejumbroso eco de un cuerno de caza, y el dulce canturreo de los pastores en los valles. En las aguas bogaban cisnes negros; en las orillas se veían las más extrañas flores y raros animales. Ahora era Nueva Holanda, la quinta parte del mundo, lo que pasaba deslizándose ante ellos y exhibiendo sus montañas azules. Se oían los cánticos de los hechiceros, el sonido de los tambores y flautas de hueso, y se veían las danzas de los salvajes. Luego pasaron ante ellos las pirámides de Egipto, altas hasta las nubes, y las esfinges medio sepultadas en la arena, entre columnas caídas. Vino después la Aurora Boreal, como una brasa entre las montañas del Norte, inimitable fuego de artificio. Todo eso y muchísimo más vio el Príncipe, que desbordaba de satisfacción.

 
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