-¡Ya veo que sólo has estado haciendo daño! -exclamó la rnadre-. ¡A la bolsa contigo!
Y antes de que el Viento Sur se diera
cuenta, la anciana lo tomó por la cintura y lo metió en la bolsa. El grandullón se revolcó por el suelo, pero ella se le sentó encima, lo cual lo obligó a quedarse quieto.
-Tus hijos son gente muy nerviosa -comentó el Príncipe.
-Así es, pero yo me basto para dominarlos. Aquí llega el cuarto de ellos.
Era el Viento Este, que venía vestido a la usanza china.
-¡Oh! ¿Vienes de aquellas
regiones? -interrogó la madre-. Se me ocurre que quizá hayas estado en el Jardín del Edén.
-Pienso ir allí mañana
-respondió el Viento Este-. Mañana se cumplirán cien
años desde que estuve en ese lugar la última vez. Acabo de llegar de China, donde bailé alrededor de la torre de porcelana hasta que todas las campanas empezaron a tocar a coro. Vi cómo azotaban a los mandarines en plena calle, hasta romperles las cañas de bambú en los hombros, y mira que eran todos gente de la primera a la novena jerarquía. Gritaban: "¡Gracias, gracias, padre y bienhechor!", pero no lo decían muy a conciencia. Y yo seguía haciendo sonar las campanas y cantando: "¡Tsing-tsang, tsu!".
-¡Pues vaya que te jactas de
semejante cosa! -observó la anciana-. Es una gran cosa que tengas que ir mañana al Jardín del Edén; eso te hará mejorar de conducta. No te olvides de beber en la fuente de la sabiduría, y de traerme a casa una botella de aquellas aguas.