Nunca había visto antes el
Príncipe tan enormes árboles, tal riqueza de vegetación. De las ramas pendían hermosísimas plantas trepadoras formando guirnaldas sólo semejantes a las que pueden verse impresas en color y oro en las iniciales de las viejas vidas de santos.
Sobre el césped, no lejos de ellos,
vieron una bandada de pavos reales con sus brillantes colas abiertas en abanico. Eso parecían, al menos, pero cuando el Príncipe acercó la mano a ellos pudo advertir que no eran aves sino plantas: grandes hojas multicolores que semejaban colas de pavo real. Por entre los macizos de arbustos brincaban leones y tigres como ágiles gatos, enteramente mansos y perfumados por las flores de olivo. Una torcaza, reluciente como una perla, agitaba las alas sobre la melena de un león, y un antílope, de especie tan arisca usualmente, los miraba meneando la cabeza, como si quisiera él también tornar parte en el juego.
El Hada del Jardín salió a recibirlos. Su vestido era radiante como el sol, y su rostro resplandecía de satisfacción como el de una madre feliz al ver regresar a su hijo. Era joven y muy hermosa, y estaba rodeaba por un corro de encantadoras jóvenes, cada una con una estrella en el pelo.
Al entregarle el Viento Este la hoja de
palma que le había dado para ella el ave fénix, los ojos del Hada
chispearon de alegría. Tomó al Príncipe de la mano y lo
condujo a su palacio, cuyas murallas eran del color de los radiantes tulipanes a
la luz del sol.
El cielo raso era una sola y enorme flor
reluciente, y cuanto más se lo miraba más profundo parecía ser el cáliz. El Príncipe se acercó a la ventana y a través de los cristales pudo ver el árbol de la Ciencia, con la serpiente, y Adán y Eva a su lado.