-Otros te contarán las cosas buenas que hice. Pero aquí viene mi hermano del Oeste. Es el que más quiero. Tiene olor a mar y trae consigo una magnífica brisa fresca.
-¿Es ese el pequeño
Céfiro? -inquirió el príncipe.
-Sí, es Céfiro, aunque no tan pequeño. Solía ser un excelente muchacho, pero eso fue hace muchos años.
El recién llegado parecía un salvaje de los bosques; llevaba, un sombrero de anchas alas que le protegía el rostro y traía en una mano un garrote de caoba cortado en una selva canadiense. Ninguna otra cosa le habría servido para nada.
-¿De dónde vienes? -preguntó su madre.
-De la selva virgen, donde las lianas espinosas forman verdaderas murallas entre los árboles, donde las culebras de agua yacen sobre la hierba húmeda, donde los seres humanos parecen absolutametne superfluos.
-¿Qué hiciste allí?
-Estuve contemplando el poderoso
río; lo vi cuando saltaba pulverizado por sobre las rocas y volaba a las nubes llevando el arco iris. Vi un búfalo silvestre nadando en la corriente, pero el agua se lo llevó. Estaba en compañía de un ánade, y éste levantó vuelo al llegar a la catarata, cosa que el búfalo no podía hacer, por lo cual lo arrastró la corriente. Eso me agradó, y soplé una tormenta de tal fuerza que hizo girar en remolino los añosos árboles como virutas.
-¿No hiciste nada más? -preguntó la anciana.