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Y el Viento extendió sus grandes alas, que fulguraron como amapolas en el tiempo de la cosecha, o como las estrellas del norte en una fría noche invernal.

-¡Adiós, adiós! -susurraron las flores, mientras las cigüeñas y los pelícanos volaban en línea como cintas ondulantes, escoltando al Viento hasta el límite del jardín.

-Ahora empezaremos nuestra danza -dijo el Hada-. Al final, después que hayamos danzado juntos, y el sol baje en el horizonte, me oirás decirte: "Sígueme". Ya lo sabes: no vengas. Tendré que repetirte esa palabra cada noche durante cien anos. Cada vez que resistas, tu voluntad se hará más fuerte, hasta que al fin ya ni siquiera se te ocurrirá la idea de seguirme. Esta noche será la primera vez, de manera que recuerda mi aviso.

Y el Hada lo condujo a un amplio recinto lleno de lirios blancos y transparentes, cuyos estambres dorados formaban en cada una de ellas una diminuta arpa en que resonaba el sonido de las flautas y los instrumentos de cuerda. Hermosas y ágiles jóvenes bailaban allí una armoniosa danza, que continuó hasta que el sol descendió al horizonte y el cielo quedó bañado en un resplandor rojizo que hizo a los lirios asemejarse a las rosas. El Príncipe bebió del vino espumoso que le ofrecieron las doncellas, experimentando una alegría tal como nunca había sentido antes. Vio entonces cómo se abría el fondo del recinto, y más allá el árbol de la Ciencia, erguido entre un resplandor que cegaba. El canto que procedía de aquel lugar era suave y amable como la voz de su madre, y parecía decir: "¡Hijo mío! ¡Mi querido hijo!"

Entonces vio al Hada que alzaba la mano como en una señal y le decía con ternura: "Sígueme". Y corrió hacia ella, olvidando la promesa, olvidando todo, en aquella primera vez que ella le había sonreído y llamado.

La fragancia del aire se hizo más intensa; el sonido de las arpas más dulce; no parecía sino que los millones de sonrientes rostros que llenaban el espacio donde estaba el árbol estuvieran cantando a coro: "Hay que saber de todo. El hombre es el señor de la tierra". Al Príncipe le parecían otras tantas brillantes estrellas.

 
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