-¿Dónde están tus hijos ahora? -inquirió el Príncipe ansioso.
-Bueno, es algo difícil responder a una pregunta tan estúpida. Mis hijos hacen lo que les da la gana. Ahora están jugando a la pelota con las nubes, allá en el patio grande. -Y la mujer señaló el cielo.
-¿Ah, sí? Pues hablas con bastante rudeza, y no pareces ser tan cortés como las mujeres con quienes tengo ocasión de tratar en mi vida diaria.
-Pues yo diría qué esas
mujeres no tienen gran cosa que hacer. Por mi parte, necesito bastante rudeza para meter en vereda a mis muchachos. Pero me las compongo para ello, con todo lo empecinados que son. ¿Ves esas cuatro bolsas colgadas ahí en la pared? Pues ellos les tienen tanto miedo como tú les tenías al cuarto oscuro cuando eras pequeño. Ya te he dicho que soy muy capaz de dominar a esos brutos, y también lo soy de hacerlos meter en esas bolsas y dejarlos encerrados en el interior sin contemplaciones. Ahí se quedan, sin salir ni poder hacer jugarretas hasta que a mí me parece bien devolverles la libertad. Pero aquí llega ya uno de ellos.
El que entró en la caverna,
envuelto en una ráfaga helada, era el Viento Norte. Vestía pantalones y chaqueta de piel de oso, y gorra de foca con orejeras. De su barba pendían largos carámbanos, y por la chaqueta se le deslizaban pequeñas piedras de granizo. Otras piedras más grandes cubrieron el suelo de la caverna, mientras un revuelo de copos de nieve penetraba tras el recién llegado.