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Así se decía entonces, y así siguió diciéndose cuando tenía ya diecisiete años. El jardín del Edén seguía siendo el centro de sus meditaciones.

Cierto día salió a pasear por el bosque, solo, distracción que era la que más le agradaba. Llegó el crepúsculo, y al anochecer el cielo se cubrió de nubes, y se desató un aguacero tan intenso como si todo el cielo se hubiera convertido en una esclusa por donde se derramara el agua a raudales. La noche era tan oscura como el fondo del más hondo pozo.

El pobre príncipe no tardó en sentirse empapado hasta los huesos. Tenía que cruzar un amplio espacio rocoso, por sobre vastas peñas de las cuales parecía estar brotando el agua a través del espeso musgo, y estaba ya casi extenuado cuando percibió un extraño murmullo y distinguió ante sí una gran caverna iluminada. En el centro de la caverna había una hoguera, suficiente para asar un venado, que era precisamente lo que se hacía en aquel momento. Y se trataba de un espléndido venado, de considerable cornamenta, ensartado en un asador y girando lentamente entre dos troncos de pino descortezados. Sentada junto al fuego se veía una mujer ya entrada en años, de estatura y corpulencia suficientes para que pudiera pasar por un hombre disfrazado, y que alimentaba las llamas arrojándoles leños de vez en cuando.

-Entra -invitó la anciana- y siéntate junto al fuego para que se te seque la ropa.

-Hay por aquí una corriente de aire bastante desagradable -comentó el Príncipe al tomar asiento en el suelo.

-Pues será mucho peor cuando mis hijos regresen a casa -respondió la mujer-. Estás en la caverna de los vientos, y mis hijos son los cuatro vientos del mundo. ¿Comprendes?

 
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