El águila de la gran selva volaba velozmente, pero el Viento Este le ganaba. También los cosacos cabalgaban a gran velocidad por las llanuras, pero la velocidad del Príncipe era mayor aún.
-Ahora puedes ver el Himalaya
-explicó el Viento-. Esas son las más altas montañas de Asia. Pronto llegaremos al Jardín del Edén.
Tomaron una dirección algo más hacia el sur, y pronto sintieron que el aire se iba perfumando con el aroma de flores y especias. En aquellas tierras crecían en estado silvestre higueras y granados, y grandes viñas cubiertas de uvas negras y blancas.
Allí descendieron los dos, y se tendieron sobre el suave césped, en una pradera donde las flores inclinaban las cabezas al viento como si dijeran: "Bienvenidos".
-¿Estamos ya en el Jardín del Edén? -preguntó el Príncipe.
-No, claro que no -repuso el Viento Este-, pero no tardaremos en llegar. ¿Ves aquel muro y aquella gran caverna sobre cuya entrada pende la vid silvestre como una cortina? Tendremos que pasar por allí. Envuélvete bien en tu capa, porque si bien aquí hay un sol ardiente, apenas demos unos pasos en el interior de la caverna experimentaremos un frío glacial. De este lado de la caverna, el calor del verano; del otro, el frío del invierno.
-De modo que ése es el camino al
Jardín del Edén -comentó el Príncipe, y ambos se internaron en la caverna. Hacía en verdad mucho frío allí, pero no fue por mucho tiempo. El Viento Este extendió sus alas como una ardiente llamarada. ¡Qué caverna era aquélla! Por sobre sus cabezas se alzaban enormes masas de roca, modeladas en las más extrañas formas, y por las cuales se deslizaba constantemente el agua.